I
Todos coincidieron en que era
una mina afortunada porque en un arranque puramente irracional, entré a la
agencia de juegos de la esquina del trabajo y compré un entero de la lotería.
Yo, que no participaba ni en la quiniela semanal de la oficina, me vi de un día
para otro con un importante capital y la disyuntiva de seguir trabajando como
auxiliar contable o escoger una actividad independiente. Mi trabajo era un
bunker que me protegía de la indigencia e impedía la subordinación a llámese
padres, hermanos mayores con profesiones exitosas u hombres arcaicamente
machistas que no toleraban la independencia femenina. Los consejos familiares
llamándome a la reflexión me dieron el coraje de abandonar la fortaleza en la
que me cobijé durante tantos años -seré pusilánime, pero también rebelde-, de
modo que me compré un auto, un terreno en la localidad de Rioseco –que me
describieron bucólica y pacífica- y, con la colaboración de mi hermano menor
recién recibido de arquitecto y sin las ínfulas de los mayores, construí una
casita adonde pensaba desarrollar una ocupación aún no definida porque lo que
restaba de mi fortuna no me aseguraría una renta vitalicia. Después de la
excitación del traslado y la edificación, caí en la cuenta de que Rioseco era un
lugar paradisíaco pero poco idóneo para instalar algún negocio. Mi casa estaba
alejada del pueblo y ni siquiera había investigado la cantidad de habitantes
con que contaba. Tendrías que haber hecho un análisis de mercado antes de
instalarte, dijo mi papá que tenía una empresa próspera. ¿Ahora me lo decís cuándo
ya levanté mi casita?, pensé.
—Ya encontraré una actividad
rentable —aseguré sin traslucir mi inquietud.
—Nena —dijo mamá—, en última
instancia vendés la casa y te volvés con nosotros hasta que encuentres otro empleo.
¡Ah, no! Yo no me rendiría tan
pronto. Estaba decidida a no trabajar más para otros y a no reconocer que
algunas de sus advertencias habían sido acertadas.
—Mañana me daré una vuelta por
el pueblo y me pondré al tanto de sus necesidades —expresé con suficiencia.
—Yo estuve leyendo algo sobre
el pueblo —señaló Horacio, mi hermano mayor—. No cuenta con más de mil
habitantes, por lo que tendrás que pensar en que tu negocio no se va a expandir
demasiado…
—Ya veré —dije porfiada y
decidida a no visitarlos más hasta resolver el aprieto.
En mis incursiones por el
poblado averigüé que contaba con novecientos setenta y cinco habitantes y diez
por llegar (según Don Aparicio el cura local). En el centro había una plaza
rodeada por la escuela, la comisaría, el centro municipal, la iglesia, la sede
del club social y una confitería. Por los alrededores, un histórico almacén de
ramos generales -antecesor del supermercado- y una cantina frecuentada por los
masculinos del lugar. A la entrada del almacén, varias cabinas telefónicas,
computadoras para conectarse a Internet y dos cajeros automáticos. Un
anacronismo para este lugar, consideré. Me decidí por la confitería y me
acerqué a la barra:
—Hola —dije con mi mejor
sonrisa—. Me llamo Nola y acabo de mudarme. ¿Se puede almorzar aquí?
La empleada respondió a mi
saludo y asintió.
—Usted debe ser la dueña de la
casa blanca —observó.
—Tuteame —le dije—. No soy tan
vieja. ¿Cuál es tu nombre?
—Delia. ¿Así que se… te vas a
dedicar a escribir?
La miré extrañada. ¿De dónde
había surgido ese rumor?
—En realidad, todavía no he
decidido que voy a hacer. Tal vez instalar un vivero —fue lo primero que se me
ocurrió.
—No te lo aconsejo. Hay uno en
las afueras que provee de plantas a todo el pueblo —hizo un silencio—. Entonces
doña Lucía entendió mal —entonó.
—¿Y quién es doña Lucía?
—La dueña del almacén. Le
preguntó a tu capataz por qué te construías la casa tan lejos del pueblo y le
dijo que necesitabas un lugar retirado para escribir.
Mi carcajada la sorprendió.
¡Si Grego se enteraba de que lo habían llamado capataz…! ¡Y la soltura para
zafar de la pregunta de la mujer…!
—Disculpame —dije para que no
se ofendiera—. El capataz es mi hermano arquitecto y lo convencí con ese
argumento para que aceptara construirme la casa alejada del bullicio. Me gusta
la naturaleza —agregué para enfatizar mi decisión.
—El lugar es hermoso, pero
demasiado solitario —opinó dudosa—. Un poco arriesgado para una mujer sola y
joven.
—Me dijeron que Rioseco es un
sitio muy seguro —insistí.
—Lo es. El comisario tiene
mano dura y nadie quiere arriesgarse a cometer faltas. Pero a veces algunos
indeseables de los alrededores merodean por aquí.
—Bueno —dije encogiéndome de
hombros—, espero que no se les ocurra acercarse a mi casa.
Estuve charlando con Delia
hasta que el local comenzó a llenarse. Confieso que me desmoralicé un poco ya
que los habitantes del lugar parecían tener cubiertas todas sus necesidades.
Los lugareños vivían de la explotación de sus campos y constituían los dos
tercios de la población. El resto trabajaba para ellos atendiendo sus casas o
sus negocios. Delia se había afincado allí con su madre porque el pueblo de
donde era oriunda estaba desapareciendo. Almorcé una hamburguesa casera con
ensalada y volví a mi casa porque el almacén había cerrado hasta la tarde.
Mientras confeccionaba la lista de compras, escuché ruidos en el patio
delantero. Me asomé y me topé con un enorme perro negro que movió la cola nomás
verme. No traía collar ni identificación, así que pensé que no tenía dueño. Le
acerqué la mano con cautela y después de olerla me dio unos lengüetazos. Lo
acaricié y entré a la casa en busca de agua y algún resto de comida por si
tenía hambre. Y tenía. Devoró todo lo que le puse, tomó agua y se estiró en la
galería delante de la entrada. Admito que, después de la consideración de
Delia, su presencia me transmitió una sensación de tranquilidad. A las cinco
enfilé hacia el almacén. Me aprovisioné de alimentos frescos, congelados y
enlatados; artículos de limpieza y una bolsa de alimento para el supuesto caso
de que el can siguiera en la casa. Y me sometí al interrogatorio de doña Lucía
que pretendía conocer hasta mi árbol genealógico. Para contestar preguntas
invasivas me parecía a mamá, que habla mucho pero dice poco. La dueña del almacén
averiguó algo pero quedó con la sensación de que mi vida no tenía secretos para
ella. Cuando volví a casa, allí estaba el fiel Sombra. El nombre se lo puse por
el color y porque me seguía adonde fuera. El único límite que respetaba era el
interior de la vivienda. Así estrené mi primer día en solitario.
En las siguientes visitas al
centro, conocí al cura y a las jóvenes maestras de la escuela primaria, Marité
y Silvina. Los niños del lugar cursaban el secundario en la ciudad más cercana
aunque estaba proyectado ampliar el edificio escolar para dictarlo en el
pueblo. Con el correr de los días mi presencia dejó de ser tema de conversación
para los autóctonos que ahora me saludaban familiarmente cuando caminaba por
sus calles o me veían pasar en el auto. Yo seguía detrás de la utopía de una
actividad rentable aunque no con el mismo ímpetu del comienzo. Disfrutaba de mi
casa, de mi independencia, del entorno natural, de mis nuevas amigas y de mi
fiel compañero. Hasta que tanta paz fue quebrantada por un grupo de
inadaptados. Esa noche me acosté muy tarde porque estaba estrenando la conexión
a Internet. Después de charlar con mi familia y prometer que los invitaría a
cenar el fin de semana, me di un baño y me tumbé en la cama casi dormida. Me
despertaron los ladridos furiosos de Sombra y sonidos que reconocí como gritos
y estrépito de vidrios rotos a medida que emergía del sueño. Me puse la bata y
me arrimé a la ventana sin encender la luz del dormitorio. Abajo distinguí
varias siluetas que se movían alrededor del perro azuzándolo con palos. Sin
meditarlo, me vestí con rapidez, encendí el farol delantero y salí de la casa.
—¡Sombra! –grité para que
acudiera a mi lado.
El animal se volvió gruñendo a
las figuras que se habían inmovilizado ante mi aparición.
—¿Quiénes son ustedes?
Ninguno contestó. El grupo
estaba conformado por cuatro hombres y tres mujeres jóvenes que se mantenían
apartadas de los que molestaban a Sombra.
—Les advierto que están en el
patio de mi casa, o sea en propiedad privada —dije en tono firme.
—¿Y que pensás hacer? —me
desafió uno.
—Llamar a la policía.
—Para cuando lleguen te
habremos pasado entre los cuatro —amenazó avanzando hacia mi.
Se me acabó la valentía. Abrí
la puerta, le hice un gesto al perro para que entrara, y alcancé a cerrar antes
de que el individuo nos diera alcance. Una lluvia de piedras rompió los
cristales de las ventanas que no estaban enrejadas. Corrí a la planta alta y me
refugié en el dormitorio con Sombra. Estaba asustada. Temblando, marqué el
número de la comisaría y me pareció que pasaba la eternidad hasta ser atendida.
—¡Soy Nola García! —grité—.
¡Están asaltando mi casa y ya rompieron todos los vidrios de las ventanas!
—Tranquila —dijo una voz
grave—. En cinco minutos estaremos allí —y cortó la comunicación.
¿Allí? ¿Cómo sabría este tipo
adónde vivía? Ni siquiera me preguntó la dirección. Abajo se escuchaban las
voces de los que ya habían ingresado a la casa. Cuando forcejearon con el
picaporte, Sombra dejó oír un gruñido cavernoso. Busqué un objeto que me
sirviera para defenderme y sólo encontré el velador que estaba sobre la mesa de
luz. Lo desconecté de un tirón, y me puse al costado de la puerta. Ahora la
estaban pateando y con seguridad en poco tiempo cedería. Mi amigo canino se
había silenciado y esperaba con el cuerpo tenso listo para saltar. El crujido
de la madera se confundió con el sonido de la sirena policial que aumentó
rápidamente de volumen. Ahora los asaltantes usaban sus pies para correr. Desde
la ventana vi partir el auto de los vándalos y acercarse el móvil de la
comisaría. Me animé a bajar cuando estacionó. Aún conservaba el arma
improvisada en la mano al abrir la puerta, acto fútil porque cualquiera podía
colarse por las ventanas. Un hombre joven y corpulento, de gesto autoritario,
me miró, puso la mano sobre la cabeza de Sombra y entró a mi destrozado hogar.
—¡Los dejó escapar! —exclamé—.
¿No tendría que haberlos perseguido?
—Creo que ves demasiadas
películas policiales —dijo sin dejar de inspeccionar el lugar.
Lo que más me fastidió fue el
tuteo y el tonito socarrón del comentario. Me dirigí hacia el hombre mayor que
lo acompañaba:
—Dígame, comisario, ¿cómo van
a hacer para identificarlos?
—El comisario es él, señorita
—me contestó con respeto.
Me dejé caer mudamente en el
único asiento que había quedado entero. El piso estaba sembrado de cristales
rotos, a la computadora la habían estrellado contra el piso, los sillones
estaban tajeados y el relleno de asientos y respaldos asomaba entre las
hendeduras de cuero. Recién ahí caí en la cuenta de la violencia a la que había
estado expuesta. El policía revisó toda la casa y se plantó delante de mí.
—Juzgo que no van a volver
esta noche, pero por prevención mi ayudante hará guardia en la planta baja. ¿Te
atacaron físicamente?
—En primer lugar le agradezco su
oportuna llegada, en segundo lugar no me tocaron, y en tercer lugar le
agradeceré que se dirija a mí como la señorita García —dije poniéndome de pie.
Creo que por dentro se mataba
de risa con mi declaración, pero me contestó:
—Está bien, señorita García.
Te dejo en buenas manos —le hizo un gesto a su colaborador y se dirigió a la
puerta.
—¡Que no me tutee, quise
decir! —chillé mientras salía.
Después de la descarga sonora
volví a desplomarme sobre el sillón y calibré los destrozos de objetos y
mobiliario.
—Destruyeron mi casa… —me
salió con voz llorosa.
—¿Por qué no intenta dormir?
—dijo mi custodio con bonhomía.
—Porque tengo más ganas de
llorar que sueño—contesté desanimada.
—Entonces llore, m’hija
—sugirió afable—. Después de que se tranquilice podrá descansar.
—Voy a barrer —decidí.
—Mejor no, señorita García. No
conviene modificar la escena del delito. El comisario la querrá exhibir delante
de los responsables.
—Si los dejó huir, no sé cómo
los identificará —murmuré disgustada.
—Tenga paciencia. Él los va a
encontrar para que respondan. En este pueblo todos tienen claro que deben
hacerse cargo de sus acciones —afirmó.
No podía dormir ni limpiar.
Miré a mi alrededor buscando a Sombra que había desaparecido silenciosamente.
Me levanté ante la atenta mirada del policía y me dirigí al exterior.
—¡Sombra! —llamé varias veces
pero el animal no respondió al reclamo—. ¿Le habrá pasado algo? —le pregunté a
mi eventual compañero.
—Debe haber seguido al
comisario —opinó—. ¿Por qué no entra? Me facilitará la tarea de cuidarla.
Miré al pobre hombre condenado
a la vigilia y sonreí por primera vez en la noche.
—Bueno, si vamos a compartir
esta velada, me gustaría saber su nombre —le dije.
—Soy el subcomisario Alonso
—se presentó.
—Y yo, para usted, Nola. Si no
destruyeron la cocina, lo invito a tomar un café.
Hasta la cocina no habían
llegado. Le pedí que se acomodara en un taburete y preparé la infusión. Aceptó
de buen grado las galletitas que puse en un plato y poco después estábamos
charlando pocillo humeante por medio.
—Invirtió mucho en esta casa.
Podría haber comprado una en el pueblo —observó.
—Quería un lugar alejado del
ruido y con un terreno amplio —expliqué—. Todas las inmobiliarias coincidieron
en que Rioseco era una zona segura por excelencia.
—Lo es. Hace tiempo que no
tenemos un incidente como este.
—¿Por qué está tan confiado en
que el comisario los encuentre?
—Porque un delito impune
debilitaría su autoridad. Quienes entran a Rioseco deben ajustarse a sus
reglas.
—¿Qué son…?
—Respeto por los demás y sus propiedades.
—Mmm… —murmuré poco
convencida.
El reloj de la cocina indicaba
las tres y media de la mañana. La conversación me había relajado y la
somnolencia se apoderó de mí. Ahogué un bostezo que no pasó desapercibido para
Alonso.
—Acuéstese, Nola —insistió—.
Aún faltan varias horas para la mañana.
—Se quedará solo…
—Es mi trabajo —sonrió.
—Está bien. Cuídese —dije
mientras enfilaba hacia la escalera.
II
Me tiré sobre la cama sin
desvestirme y me dormí al instante. Golpes y voces me remontaron al escenario
nocturno. Me levanté de un salto buscando el velador hasta que reconocí que
voceaban mi nombre:
—¡Señorita García! —era la voz
del comisario.
Abrí la puerta de un tirón y
volví a enfrentarme con el ponderado funcionario.
—¡Vaya que tiene el sueño
pesado! —manifestó en tanto mis neuronas volvían a conectarse—. Lávese la cara
y baje.
Me quedé mirando su espalda
boquiabierta. ¿Se creía que hablaba con un subordinado? ¡Me mandó a lavar la
cara! Por un momento estuve a punto de desobedecer, pero fui al baño porque
todavía me costaba despabilarme. Después de unas abluciones y cepillado de
dientes y pelo, me presenté en la sala. Tres individuos, aparte de Alonso y el
comisario, se silenciaron al verme bajar.
—La señorita García es la
dueña de esta casa y la damnificada por la destrucción de su propiedad —dijo el
representante de la ley.
—Pero… —balbucí— ellos no
fueron. Eran más jóvenes…
Haciendo caso omiso a mi
observación, continuó:
—Enumere al escribano Juárez
—señaló a uno de los hombres— los daños infligidos a su morada.
El escribano anotó el listado
que le fui dictando y después subimos a mi dormitorio para verificar el estado
de la puerta. En la planta baja, después de comprobar mis datos personales para
lo cual hube de exhibir el documento, firmé el acta junto a los otros hombres.
Antes de retirarse, uno me dijo:
—Lamento lo ocurrido,
señorita. Tenga por seguro que será resarcida.
En cuanto subieron al auto, me
volví hacia el comisario:
—¿Tendrá la amabilidad de
explicar qué me hizo firmar? —le espeté.
—No debería poner su firma sin
leer —dijo con parsimonia.
—¡Usted es irritante! Ordena y
no contesta preguntas. Esos no eran
mis atacantes. ¿Acaso acumula méritos involucrando a inocentes para justificar
su reputación? —le enrostré.
Estaba tan enojada por sus desplantes
que lo desafié con la mirada. La sostuvo por un momento con las oscuras pupilas
iluminadas por un chispazo risueño hasta que las desplazó por cada segmento de
mi rostro.
—Sería descortés no claudicar
ante una mujer hermosa —enunció, y concluyó la inspección con una sonrisa que
suavizó sus duras facciones—. Ahora, si puede deponer por un momento su
animosidad, se enterará de que esos hombres son los representantes de los
agresores y que firmaron un acta reconociendo los daños y el compromiso de repararlos.
—¿Cómo los encontró? —inquirí
desconfiada.
—Porque sólo hay una camioneta
Porsche en la localidad. Me bastó ir a charlar con el dueño y su hijo. Renzi es
un hombre íntegro y el muchacho admitió su participación en el pillaje. Después
alcanzó con la amenaza de quitarle la mensualidad para que confesara el nombre
de sus cómplices. Reunimos a los otros padres y acordaron en indemnizarla —
sintetizó.
—¿Así que anoche ya sabía
quiénes eran los delincuentes? Podría habérmelo dicho para ahorrarme palabras
—dije ceñuda.
—¡Ah…, Manola! Creo que lo
mismo usted tendría algo que decir —aseguró divertido.
El muy ladino usó mi nombre
completo, aquél que me estigmatizaba y que nunca pude disculpar a mis padres.
¡Claro! Me debe haber visto la cara cuando el escribano lo leyó de la
credencial y pidió que lo confirmara. Cuando cumplí veintiún años quise
cambiarlo pero “no hay motivos razonables para tal innovación”, dictaminó un
juez impiadoso. Así que soy Nola para todos aquellos que no tienen acceso a mi
documento salvo que tenga la necesidad imperiosa de presentarlo. Y ahora este
fastidioso podría humillarme con sólo pronunciarlo. Hice como si no lo hubiera
escuchado.
—Si terminó con todos los
oficios policiales supongo que podré comenzar con la limpieza de mi casa
—observé con brusquedad.
—Esa tarea es parte del
resarcimiento —dijo el comisario—. Mandarán una cuadrilla para concluirla en el
día. El reemplazo de los vidrios y los objetos dañados llevará más tiempo, por
lo que le buscaremos alojamiento transitorio en el pueblo hasta que la casa
quede asegurada. ¿Por qué no prepara un bolso con sus efectos personales más
indispensables? —Se volvió hacia el subcomisario—: Alonso, antes de tomarte el
día, tratá de ubicar a la señorita García en alguna residencia.
—Sí, comisario —asintió el
hombre.
—Espere —le dije—. ¿No pensará
que voy a dejar la casa abandonada con todas mis pertenencias?
—Uno de mis hombres se ocupará
de custodiarla hasta que usted regrese —afirmó.
—¿Y cuándo será eso?
—pregunté.
—Lo más pronto posible —dijo
conciso.
—Defíname “lo más pronto
posible” —insistí.
La errática mirada de Alonso
osciló entre el rostro de su jefe y el mío. Me pareció que estaba un poco
tenso. El comisario tomó aire y me respondió con paciencia:
—El tiempo que les lleve
resolver los presupuestos que seguramente pedirán para las reparaciones y
reposición de bienes.
Aunque no quedé conforme con
su explicación, decidí no perseverar en beneficio del pobre Alonso que había
hecho guardia toda la noche. Preparé una valija lo más rápido que pude y poco
después manejaba hacia el pueblo. Por el camino, el hombre se distendió y me
puso al tanto de mi nuevo alojamiento:
—La voy a llevar a lo de la
señora Elisa. La recibirá con gusto hasta que su casa esté reparada.
—¿No hay hoteles en el centro?
—la idea de convivir con una aldeana desconocida no me tentaba
—No, señorita. Rioseco es
lugar de paso y cuando alguien necesita pernoctar se le ofrece alguna casa
particular.
—¿No es demasiado arriesgado
en estos tiempos? —aduje.
—No cuando lo fiscaliza el
comisario —dijo reverenciando a la divinidad local.
—Hábleme de la parte humana de
este comisario, Alonso. ¿Es tan expeditivo con su mujer y sus hijos como lo es
en su cargo? —pregunté sin segundas intenciones.
—El comisario no tiene mujer
ni hijos, Nola. Lo considero un hombre íntegro aunque sólo lo trate en el
trabajo —aseveró como si yo estuviera interesada en su persona.
—Aparte de su grado debe tener
nombre y apellido, ¿no? —dije con la esperanza de que se llamara Fulgencio, o
Zoilo, o Prudencio y yo tuviera alguna satisfacción por la afrenta sufrida.
—César Fuentes, se llama —dijo
con voz risueña—. Y para más datos, tiene veintiocho años.
—Está en edad de merecer
—bromeé—. A lo mejor una mujer le suaviza el carácter.
—Mujeres no le faltan. Pero no
se enreda con ninguna de este pueblo —enfatizó.
—¡Y claro! —respaldé—. Si
quiere conservar su aureola…
—¿Le puedo preguntar algo,
Nola? —inquirió cuidadoso.
—Lo que guste —fue mi
respuesta.
—¿Por qué le cayó mal el
comisario? —disparó como buen policía.
—No sé por qué dice eso. No
hice más que defender mi derecho a estar informada después de haber sido
víctima de un delito —contesté sorprendida.
—Pero lo increpó no bien lo
vio. Y después le prohibió tutearla y le reprochó lo de la firma. Por un
momento pensé que el comisario se iba a enfadar mucho —acentuó.
Largué una carcajada y sin
desviar la vista de la ruta, le dije:
—Defíname mucho…
El subcomisario prolongó mi
risa antes de responder:
—Por lo que lo conozco, a un
hombre podría haberlo golpeado. Y a una mujer… —vaciló—. Bueno, dejarla con la
palabra en la boca
—Para ser franca, tiene algo
que me exaspera. Usted es muy detallista, Alonso, y tiene buena memoria. Pero
no estaba presente cuando me ordenó que me lavara la cara antes de bajar y
seguro que no registró el que citara mi nombre completo —enumeré para su
conocimiento.
—¿Se sintió agraviada por eso?
—dijo consternado.
—Es una larga historia
—contesté ya avistando la entrada al pueblo—. Dígame adónde debo dirigirme.
Siguiendo sus indicaciones, estacioné
delante de un cuidado chalet cuyo jardín delantero estallaba en flores. Alonso
bajó mi valija y tocó el timbre de entrada. Una mujer de edad madura y amplia
sonrisa salió a recibirnos.
—¡Buen día, señora Elisa! Le
presento a la señorita Nola García —dijo señalándome.
La mujer se acercó y me saludó
con un beso que devolví.
—Adelante, Jorge. Podés entrar
la valija —le indicó al subcomisario.
—Pasá, querida. César me puso
al tanto de tu percance y tendré mucho gusto en alojarte hasta que tu casa esté
arreglada —expresó con calidez.
—Gracias, señora —respondí
arrepentida de mi valoración prejuiciosa con respecto a las pueblerinas.
—Elisa y de vos —me corrigió
con amabilidad.
Asentí con un gesto y la
seguí. Alonso había dejado la maleta en el amplio recibidor y se disponía a
irse.
—¿Necesita que le haga algún
recado? —le preguntó a la mujer.
—No, Jorge. Te agradezco
—declinó ella.
El subcomisario me estiró la
mano:
—Créame que no hay mal que por
bien no venga. Tendrá su casa como nueva y disfrutará de la compañía de la
señora Elisa —profetizó.
—Confío en usted —dije
respondiendo a su apretón. Lo detuve antes de que saliera—: Jorge, ¿está seguro
de que Sombra está en la comisaría? Me preocupa su desaparición.
—Es que… —titubeó—. Ese perro
es del comisario. Cuando se ausentó lo rastreó, pero como vio que estaba bien
atendido no lo obligó a volver. Para que se quede tranquila voy a pasar por la
oficina y le diré como está.
—No pretendo disputarle a su
jefe la custodia —aseguré—. Me conformo con saber que está bien.
Cuando nos quedamos a solas,
Elisa me observó sin disimulo. Toleré su escrutinio no sólo porque me iba a
hospedar, sino porque lo hacía con llaneza. Después de todo, estaba aceptando a
una desconocida por pedido del comisario. Este pensamiento me trajo el recuerdo
de sus palabras de bienvenida.
—Sos la primera persona que
menciona al comisario por su nombre —observé con una sonrisa.
—César es mi sobrino, ¿no lo
sabías? —se sorprendió.
—Como recién llegada ignoro
muchas cosas —declaré—. Y parece que él no es muy propenso a dar explicaciones.
—Es un hombre parco,
ciertamente. Pero el ataque que sufriste anoche lo dejó preocupado. A las siete
de la mañana ya estaba en casa para pedirme que te diera alojamiento. Mientras
desayunábamos me puso al tanto del mal momento que pasaste y de que había
identificado a los culpables por el auto. Dañinos y descerebrados —consideró.
Uní la renuncia a litigar por
Sombra, la abdicación cuando lo provoqué con la mirada y la consideración de
ubicarme con su tía y, como no soy tonta, me pregunté a qué venían tantos
miramientos. ¿Era su manera de cortejar a una mujer? Lo lamento, comisario
–pensé- no escogiste el método correcto. Además, por tradición, los uniformados
no son santos de devoción en la clase a la cual pertenezco. ¡Me imaginé a mis
padres y hermanos escandalizados porque la nena tenía un novio policía! Ellos
aspiraban, al menos, a un profesional. ¿Por qué atribuir su conducta a un plan
de seducción? Me parece que ves fantasmas adonde no los hay, me reprendí. Esta disquisición
me apartó sólo segundos de la respuesta:
—Supongo que se excedieron con
el alcohol, o se drogaron. Algunos no hubieran pasado de romper los faroles del
patio, pero estos chicos estaban ensañados —conjeturé.
—Bueno, Nola —dijo la mujer—,
por suerte no hubo más daños que a la propiedad y eso tiene arreglo. Ahora te
enseñaré tu habitación para que ubiques tus cosas y te des un baño si te
apetece.
Me condujo a un cuarto
bastante amplio y amueblado con gusto. Sobre un pequeño escritorio descansaba
un teléfono inalámbrico y delante de la cama colgaba una pantalla de plasma.
Alonso llamó mientras me acomodaba para anunciarme que Sombra estaba
perfectamente. Después de vaciar la valija tomé una ducha y una hora después me
reuní con la dueña de casa.
III
—Se te ve fresca como una rosa
—me dijo complacida—. Vos dirás que querés hacer hasta el mediodía. Después
almorzaremos en la confitería, gusto que sólo me doy acompañada.
—Tengo que sacar dinero del
cajero, llegarme hasta mi casa para ver cómo van los trabajos de limpieza y
disponer de los alimentos frescos. ¿Venís? —le pregunté.
—Claro. Será un gusto romper
la rutina —declaró con animación.
La casa de Elisa estaba a
pocas cuadras del centro. Mientras yo me surtía de efectivo, mi anfitriona se
sometía a la interpelación de doña Lucía que ya estaba al tanto del vandalismo
nocturno. Se despidió cuando me vio salir de la cabina. Fuimos a buscar el auto
y poco después estábamos en mi casa. En el frente, una camioneta y un
contenedor estacionados, daban cuenta del comienzo de los trabajos de remoción.
Antes de ingresar al interior, apareció Sombra moviendo la cola. Me dio tanta
alegría verlo, que me agaché para abrazarlo del cogote y besarlo en la cabeza.
Le estaba prodigando unas palabras de cariño cuando escuché una voz masculina:
—Ahora me explico su porfía en
quedarse.
Levanté la vista y allí estaba
el loado funcionario. El sol arrancaba reflejos dorados a su pelo y la sonrisa
afable le confería un inquietante atractivo.
—Hola, comisario —saludé sin
soltar a mi amigo—. Ya se lo devuelvo. Le estaba agradeciendo su valentía.
Amplió su sonrisa y estiró su
mano buscando la mía. La tomé sin pensarlo y me ayudó a incorporarme.
—Y yo —dijo sin soltarme— ¿no
fui valiente, acaso?
Largué la risa para ocultar mi
turbación. ¿Pretendía que lo agasajara como a Sombra? Recuperé mi extremidad y
señalé:
—En todo caso, usted cumplía
con su deber.
Elisa, testigo del
intercambio, saludó a su sobrino con un beso.
—¿A qué viene tanta ceremonia?
—nos reprendió—. Ninguno de los dos peina canas —se tocó el cabello
cuidadosamente teñido e insistió—: ¡Aunque así fuera!
Él me miró disimulando el
regocijo, a la espera de que yo definiese la propuesta. Recuerdo que se me
erizó el vello del cuerpo temiendo que, de aceptar la exhortación de su tía,
volviera a usar mi oculto nombre.
—Está bien —consentí—. Vos,
César. Yo, Nola —recalqué mi apelativo. Sin aguardar su respuesta—: ¿Podemos
pasar al interior?
—Adelante Nola —nos hizo un
gesto de invitación—. Tía…
Tres hombres trabajaban
adentro en el operativo limpieza. El piso estaba despejado de vidrios y
fragmentos. Me dirigí a la cocina y abrí la heladera. Hacía poco que la había
provisto de carne y verduras. Me volví hacia el comisario:
—Dijiste que pondrías guardia
a la noche hasta que la casa estuviera arreglada. Si van a comer acá, dejo las
provisiones —ofrecí.
—Buena idea. Los muchachos te
lo agradecerán —contestó sin ambages.
—¿Tiraron mi computadora? —sus
restos no estaban a la vista.
—La llevé para que recuperaran
el disco. Podrás usarlo como respaldo en la nueva —me tranquilizó.
Le sonreí por primera vez
reconocida de sus cuidados. Me observó como si recién me descubriera y en sus
pupilas asomó un interrogante que me intimidó. Bajé los ojos mientras se
esfumaba mi sonrisa y me dominaba un inédito mutismo. Elisa nos sacudió de la
inercia:
—Son cerca de las doce, César.
La invité a Nola a comer en la confitería. ¿No te parece que debiéramos volver
para encontrar lugar?
—¿Eh…? ¡Ah… sí! —asintió él
como si volviera desde muy lejos.
Su tía movió la cabeza como
resignada y me dijo:
—¿Vamos, Nola?
—Sí. Chau, César —saludé
recuperada.
—Nos vemos —respondió.
Hasta que tomé la curva lo vi
seguirnos con la vista. El bar estaba repleto cuando llegamos, pero Delia nos
guió hasta una mesa ubicada junto a un ventanal aclarándonos que siempre la
tenía reservada para el comisario. Nos recitó el menú y elegimos pastas caseras
acompañadas por un buen vino tinto.
—Me pregunto cómo una linda
joven decide trasladarse a este lugar tan alejado de las atracciones de una
gran ciudad —se interesó Elisa.
Le conté lo del premio y mi
intención de instalar mi propio negocio.
—Tengo que encontrar una
alternativa porque en caso contrario se agotará mi capital y tendré que volver
a emplearme —dije pesarosa.
—No quiero desalentarte, pero
aquí los negocios que funcionan están relacionados con los comestibles y
artículos hogareños. Amén del almacén de doña Lucía, hay varios localcitos que
ofrecen estos productos. Ropa, cosméticos, joyas y regalos acostumbran a
comprarlos en los grandes centros comerciales —recapituló.
—Pensé en un vivero, pero
Delia me dijo que hay uno grande. Tiene que ser un rubro original y que no se
agote en una sola compra. Ya mi hermano me advirtió del escaso número de
habitantes —especifiqué.
—¿Tenés un hermano? —preguntó
desviándose del tema.
—Tres varones. Todos
profesionales. El menor es el arquitecto que me diseñó la casa —contesté.
—¿Estás apesadumbrada por no
tener una profesión? —inquirió intuitiva.
—Ahora sí. Lamento los años
que perdí empezando distintas carreras y no terminando ninguna. Al menos,
tendría claro a que dedicarme —dije con una mueca.
—¿Y por qué no elegís alguna
que te guste y administrás tus ahorros hasta terminarla?
Lo dijo con tanta sensatez que
la miré desconcertada. ¿Cómo no se me había ocurrido que tenía tiempo
suficiente para cursar el profesorado de Filosofía y recibirme en condiciones
de dictar cátedra?
—Elisa —declaré emocionada—,
te debo mi futuro.
La mujer sonrió ante mi
exaltado reconocimiento y reanudó el sinuoso itinerario de averiguaciones:
—Entonces no te vas a enojar
si te hago una pregunta más personal —esperó mi aprobación.
—Lo que quieras —acepté con
una amplia sonrisa.
—¿Cómo es que una chica tan
bonita transita la vida en soledad?
Estaba tan contenta por la
claridad que le había aportado a mi dilema, que le hubiera permitido la
injerencia más íntima.
—No sé por qué lo decís —dije
jugueteando.
—Porque no has recibido la
visita de ningún mozo en todo este tiempo —afirmó.
—¡Ah…! A ese tipo de soledad
te referís —asentí como si recién hubiese comprendido—. Digamos que es un
estado momentáneo hasta que alguien me vuelva a sacudir.
—Traduciendo: no tenés novio
—clarificó.
—No —me reí—. ¿Acaso tenés
algún candidato?
Exhibió una expresión
enigmática y pasó a interesarse por mi familia. Nos levantamos de la mesa,
medio adormiladas, a las cuatro de la tarde.
—¿Nos hacemos una siestita?
—propuso—. No acostumbro a tomar alcohol al mediodía.
Tampoco yo, así que no opuse
resistencia. A las nueve de la noche, como no dábamos señales de vida, nos
despertó César. No esperó a que se levantara su tía sino que vino personalmente
a llamarme. Abrí lentamente los ojos al imperio de su voz y quedé atrapada en
la mirada recóndita. No era justo porque yo estaba con las defensas debilitadas
por el sueño y por un momento aluciné que estaba por besarme. Un atisbo de
conciencia me liberó del estado de duermevela al comprender que no me iba a
resistir. Me senté en la cama con un grito que atrajo inmediatamente a Elisa:
—¡La asustaste! ¿No era
suficiente con que la pobre se despertara en casa extraña? —lo recriminó.
—No imaginé que mi cara podía
aterrorizar a una mujer —declaró él con tono trágico que desmentía su sonrisa.
—Nos quedamos dormidas —me
explicó la tía—. Puse el despertador pero no lo escuché. Tampoco el timbre.
—Ni el teléfono. Por no
dejarte los audífonos —acusó su sobrino—. Buen susto me dieron.
—El teléfono lo descolgué y
los audífonos me los debo haber sacado entre sueños —se disculpó Elisa.
—Yo no escuché ningún timbre
—afirmé recuperando la voz.
—No hubieras podido —me dijo
César—. Estaban cerradas la puerta de tu dormitorio y la del íntimo.
—¿Te asustaste en serio? —lo
interrogué con familiaridad.
—Tenía dos inapreciables
motivos —señaló. Después dijo—: Tía, las invito a comer afuera así te desligás
de la cocina.
—¿Estás de acuerdo? —me
consultó Elisa.
—¡Seguro! Cualquier invitación
suma para mi ahorro —dije con desparpajo.
—Y yo me felicito porque al
menos tengas un pretexto —retrucó él.
No podía creer que ese hombre
de palabras intencionadas fuera el brusco representante del orden con quien me
había topado en la madrugada. Bajo su penetrante mirada caí en la cuenta de que
estaba en camisón, prenda inapropiada para exhibirme frente a un desconocido.
Menos mal que estaba la tía –también en camisón- que le quitaba intimidad al
momento. Como si me hubiera leído la mente, Elisa le dijo:
—¿Por qué no nos vas a esperar
a la sala? Nola y yo tenemos que cambiarnos.
—Tómense su tiempo —nos
autorizó mientras salía del cuarto.
Media hora después nos reuníamos
en el salón. Yo me había puesto una solera de falda larga y calzaba sandalias
de tacos altos, indumentaria que me diferenciaba del estilo práctico con que me
habían conocido. Elisa me miró con aprobación y su sobrino –detalle que no se
nos escapa a ninguna mujer- cautivado.
Nos cargó en su auto
particular y nos llevó a cenar a una parrilla entre Rioseco y el pueblo
siguiente. Esa noche y ante su tía, que cultivaba el arte de la discreción
hasta parecer invisible, empezamos a conocernos.
IV
El lugar se prestaba a las
confidencias. Un ambiente suavemente iluminado, música cadenciosa, murmullo de
conversaciones que no se interferían, personal de servicio que se deslizaba
silenciosamente entre las mesas. Mientras aguardábamos los platos, transitamos por
una charla comunitaria y trivial. Después de la cena Elisa, que se había estado
saludando con tres amigas, nos anunció que compartiría un café con el trío y se
trasladó a su mesa. Su sobrino y yo elegimos un postre y nos estudiamos
mutuamente. Tuve que reconocer que me atraía su aire de varón recio, totalmente
opuesto al de mis pretendientes. El último, un delgado y aristocrático
violinista de semblante melancólico que despertaba mi tendencia a la
sobreprotección, era el prototipo.
En una familia machista donde
ser mujer te relegaba a un obediente mutismo, intenté diferenciarme de mi madre
que para todo necesitaba de la anuencia de mi padre o mis hermanos. Yo buscaba
hombres de aspecto y modales gentiles que no me sofocaran con la exhibición de
su superioridad. Y ahora César me contemplaba sin reservas. Sus ojos
recorrieron mi rostro, mi pelo y la parte visible de mi cuerpo como una larga
caricia, lo que me provocó una inquietud ajena a cualquier otra exposición a la
mirada masculina. No me sentí menoscabada ante su franco escrutinio, sino
agudamente sensibilizada. Levanté la copa para ocultar mi turbación y humedecer
mis labios repentinamente sedientos, maniobra que César captó con una leve
sonrisa.
—Me gustó tu argumento para
aceptar la invitación —me dijo con humor—. Es original.
—¿Qué dije? —me sobresalté,
olvidada de mi respuesta.
—Que sumaría a tus ahorros —se
rió.
—¡Ah…! —recordé—. Es que debo
estirar mi capital hasta terminar el profesorado de Filosofía. Y hasta el
ahorro en una comida, cuenta —declaré con formalidad.
—¿Cuánto te falta? —se
interesó.
—Todavía no empecé —dije un
poco incómoda.
—¿Y cuál es tu patrimonio?
—siguió él con el interrogatorio.
—Falta que me encierres en un
cuarto y me expongas a una luz permanente —le contesté fastidiada.
El individuo me miró entre
asombrado y divertido antes de reír abiertamente. Cuando se repuso, me aclaró:
—Sólo estaba tratando de
ayudarte a administrar tus recursos en una carrera que insume seis años.
—¿Y vos que sabés cuánto dura?
—le dije segura de que en la escuela de policía no daban nociones de filosofía.
—Bueno —explicó sin
resentimiento—. Es que mi madre es profesora de Filosofía.
—¿Y ejerce? —lo encaré.
—Sí —me respondió calmoso.
—¿En Rioseco? —lo hostigué.
—En la Universidad de Buenos
Aires —declaró con aire divertido—. ¿Y ahora quién está debajo del reflector?
Me mordí el labio inferior con
impotencia. ¡Yo había propiciado el sarcasmo con mi intolerancia! ¿Pero cómo
sobrellevaba una madre universitaria el tener un hijo policía?, me dije no
obstante. Él se apiadó de mi desconcierto y señaló, para cambiar de tema:
—Se te derritió el helado. Te
pido otro.
—No. Ya no tengo ganas
—murmuré.
Supongo que Elisa nos estaba
observando porque poco después interrumpió el incómodo silencio que se había
instalado entre nosotros. Me declaré cansada y César, sin contradecirme, pagó
la cuenta y nos llevó a casa respetando mi obstinada mudez. Tampoco su tía
intentó arrancarme de mi mutismo, pero me abrazó con una sonrisa y me dio un
beso al desearme buenas noches. Me acosté con la sensación de ser una persona
aborrecible y discriminadora, incapaz de agradecer las muestras de afecto que
se me habían brindado.
V
Elisa golpeó mi puerta a las
nueve y me preguntó si deseaba acompañarla a desayunar. Acepté y le pedí media
hora para estar lista. Desde la ventana avizoré un cielo gris y tormentoso que
precipitaba una espesa llovizna sobre los cristales. Me bañé y me vestí con un
conjunto deportivo que completé con zapatillas de suela gruesa. A las nueve y
media me encontré con mi anfitriona cuyo plan era desayunar afuera.
—¿Me darás el gusto? —preguntó
después de saludarme—. Si por mí fuera, no comería nunca en casa. Así que debo
aprovechar tu visita.
—Está bien. Pero esta vez pago
yo —le respondí.
—No, no, mi querida Nola. Sos
mi invitada y además tenés que cuidar tus ahorros —precisó en tono que no
admitía réplica.
Esta consideración me proyectó
a mi oprobiosa conducta nocturna. Con el ánimo tan sombrío como el día, abrí el
paraguas y caminé tras la mujer hasta la confitería. Delia nos saludó desde el
mostrador y enseguida nos ubicó en la mesa del comisario. Mientras esperábamos
nuestro desayuno, Elisa averiguó sin rodeos:
—¿Te molestó alguna actitud de
mi sobrino?
Negué con un gesto. Faltaba
que el pobre cargara con mi culpa.
—No. En realidad, la que lo
molestó fui yo —confesé cabizbaja.
—No lo creo —aseguró ella—. No
podrías hacer nada para contrariarlo.
—¿Es un hombre tan ecuánime?
—pregunté suavemente.
—Para su trabajo lo es, pero
especialmente con jóvenes bonitas y susceptibles —me contestó con una sonrisa
cómplice.
Suspiré sin pedirle
explicaciones. Busqué a Delia con la mirada porque tenía hambre y se demoraba.
Desde la barra se desprendió alguien con la bandeja. César la traía con la
pericia de un mozo entrenado. Sus ojos risueños se enredaron con los míos
mientras se acercaba:
—¡Buen día a las dos! —dijo
mientras la depositaba sobre la mesa y a continuación se sentaba enfrente de mí.
—Te usurpamos el lugar —fue lo
único que se me ocurrió decirle.
Él seguía observándome con ese
gesto recóndito que me poblaba de inexploradas sensaciones cuyo significado
temía comprender. Como siempre, la perceptiva Elisa acudió en mi auxilio:
—¿No vas a acompañarnos? —le
dijo.
—Con un café —señaló él
levantando un pocillo chico. Después me preguntó solícito—: ¿Descansaste
anoche?
—Yo sí. ¿Y vos? —no sé si
devolvía su preocupación o lo desafiaba.
—Después de algunas
consideraciones, también —coincidió mientras bebía su infusión.
¿Será posible que todo me
suene intencionado?, pensé. Debía sosegar mi mente desbocada y llamarme a la
mesura. Me dediqué a terminar con el desayuno y después le pregunté:
—¿Cuándo creés que terminarán
con mi casa?
—¡Ah…! Todavía no se
decidieron con los presupuestos —dijo con parsimonia.
—Pero no quiero seguir abusando
de tu tía. ¿Por unos vidrios miserables tienen que deliberar tanto? —lo
enrostré—. Los pago yo y listo, y cuando quieran que me reintegren el gasto.
—¡De ninguna manera! —me
refutó—. Es su obligación. Pero si tanto te incomoda estar con mi tía veré de apurarlos.
Me quedé con la boca abierta.
¿Cómo se atrevía a indisponerme con tan buena mujer?
—¡Esas palabras corren por tu
cuenta! —dije indignada—. Lo que no quiero es molestarla a Elisa.
—¡Pero, Nola! ¡Si yo estoy más
que complacida de tenerte en mi casa! —dijo la tía con efusión—. Y vos —le
sugirió a César—, debieras tratar de no ofender a esta niña.
Él levantó los antebrazos con
las palmas hacia delante con gesto contrito. Me causó gracia ver a semejante
hombrón apabullado por la frágil mujer, así que largué una carcajada que puso
una sonrisa en los rostros de mis acompañantes. Miré hacia la calle y comprobé
que ya no llovía.
—Me gustaría ver a Sombra
—dije.
—A él también. Ayer preguntó
por vos —me dijo César con tono burlón.
Le hice una mueca que no borró
su expresión divertida y después propuso:
—Si ya desayunaron, las invito
a acompañarme a la comisaría.
—Vayan ustedes —dijo Elisa—.
Yo me comprometí a colaborar con Aída, la bibliotecaria —me aclaró a mí—.
Recibió una partida de libros y hay que catalogarlos.
Nos despedimos a la salida de
la confitería. Cruzamos en silencio hasta el edificio policial y Sombra, que
estaba tendido a la entrada, se levantó a recibirnos moviendo la cola con
énfasis. Lo acaricié y le prodigué algunas palabras cariñosas ante la mirada
del comisario hasta que fui interrumpida por el saludo de Alonso:
—¡Buen día, señorita García!
—¡Jorge! —exclamé con alegría
y besé en la mejilla a mi ex guardián—. Acuérdese que me llamo Nola.
—Si gusta tomar un café…
—asintió con una sonrisa.
—Gracias, pero acabo de
desayunar. Ya pasaré una mañana para acompañarlo. —Me volví hacia César—. Te
agradezco por la nueva colaboración para cuidar mis ahorros —él se había hecho
cargo de la cuenta en el bar—. Ahora voy a controlar el estadio en que está mi
vivienda.
—Te llevo, porque esa es mi
tarea —dijo abriendo la puerta del móvil para que subiera. Le dio algunas
órdenes a su ayudante y ante la insistencia de Sombra le permitió acceder al
asiento trasero del auto.
—Te enojaste, anoche —señaló
ladeando apenas la cabeza para mirarme.
—Ya que sacás el tema, no fue
con vos. Acostumbro a enojarme conmigo misma cuando no puedo controlar mi
tendencia a la discriminación —me sinceré.
—¿Y cuándo sucedió eso?
—preguntó con interés genuino.
—Cuando quisiste ayudarme a
armar mi presupuesto —le recordé.
—Tal vez lo consideraste una
intrusión. Tu reacción fue comprensible —minimizó.
Sentí la necesidad de hacerle
comprender que no hubiera ocurrido si él no fuera un simple vigilante. No sé si
quise desengañarlo o construir una distancia entre ambos que me resguardara de
cualquier intento de acercamiento, porque le dije:
—Para que me conozcas, me
pregunté qué podía saber un policía de una carrera universitaria.
—¿Eso es todo? —comentó con su
proverbial calma.
—Me asombré de que tu madre
fuera catedrática —insistí esperando que reaccionara.
—También tengo dos hermanos
profesionales —me aclaró afablemente.
—¿Y vos por qué te quedaste?
—dije malhumorada.
No me contestó de inmediato.
Ya estábamos llegando y buscó un lugar para estacionar el auto a resguardo de
un sol que había disipado las últimas nubes. Su silueta quedó recortada a
contraluz cuando se volvió hacia mí:
—¿Tanto te molesta mi
actividad, Nola? —su voz grave sonó compasiva.
Ésa era la pregunta que yo me
hacía desde que lo conocí. La consabida corrupción policial y su contubernio
con las esferas delictivas de la sociedad contaminaban cualquier trato que
pudiera entablar con ese hombre. Me apoyé contra el respaldo del asiento con
una sensación de desamparo que debió reflejarse en mi cara, porque él acarició
suavemente mi mejilla y murmuró:
—Pobre niña prejuiciosa…
Estar en la reducida cabina
tan cerca de su cuerpo se me hizo asfixiante. Manoteé la manija del auto para
abrir la puerta y me impulsé hacia fuera olvidada de la traba del cinturón de
seguridad. Mi exclamación lo sacó de su abstracción e intentó auxiliarme, pero
yo logré liberarme sin su ayuda. Él dejó salir a Sombra y caminamos en silencio
hasta la casa.
—¡Buen día, comisario! —saludó
uno de los jóvenes asignados a la custodia de mi vivienda.
—¿Alguna novedad? —preguntó
él.
—Negativo —contestó el
interpelado.
En el interior nos encontramos
con su compañero. La casa estaba limpia y ordenada y sólo faltaban los vidrios
para que volviera a ser habitable.
—Voy a apurar a Renzi para que
defina los contratos. Te prometo que a lo sumo este fin de semana volverás a
instalarte —se comprometió César.
Me encogí de hombros con
indiferencia y salí al exterior. Alguna cualidad había cambiado en el entorno.
El encanto que me producía pasear la mirada por mi ansiada posesión ya no me
desbordaba. La impresión de seguridad era tan frágil como los cristales
quebrados e intuí que nunca iba a recobrar la euforia de los primeros días.
Sombra me acompañaba en mi abstraída caminata y de vez en cuando hociqueaba mi
mano. Me agaché para recoger una rama y la arrojé para incitarlo a jugar. Me
cansó y busqué un lugar donde sentarme hasta el cual se llegó César. Él se
ocupó otro rato del perro quien después, fatigado, se echó a sus pies. Recién
entonces me dirigió la palabra:
—¿Adónde está la jovencita
belicosa que vivía en esta casa? —preguntó con dulzura.
—Un poco arrepentida de su
soñada aventura. Cuando te imaginás el paraíso, el aterrizaje forzoso es un
poco invalidante —suspiré.
—Fue un episodio que no se
volverá a repetir —aseguró—. Cuidaré de eso.
—¿Poniéndome vigilancia
permanente? ¿O llegando a una componenda con tus contactos? —espeté.
Su mirada transitó entre la
sorpresa y la gravedad.
—¿Qué fantasía has pergeñado
con respecto a mí? —preguntó con sequedad.
—Todos los policías tienen
relaciones non sanctas y compran y venden favores —señalé acusadora.
—¿De modo que es ésa la
suposición que te atormenta? Te has excedido, niña —masculló fastidiado.
Salté del tronco adonde
reposábamos para alejarme de su presencia pero él lo impidió atenazando mi
brazo e impulsándome de nuevo hacia el asiento. Por resistirme aterricé sobre
sus rodillas, circunstancia que le arrancó una sonrisa mientras rodeaba mi
cintura con el otro brazo.
—¡Soltame! —chillé plantando
mis palmas contra su torso para desasirme.
—No antes de que te saque de
tu desvarío —afirmó completando con su otro brazo un cerco de hierro imposible
de forzar.
Arrebolada por la impotencia
miré su semblante decidido y me rendí a la fuerza bruta. Crucé los brazos sobre
mi pecho para evitar cualquier roce y le dije con gesto circunspecto:
—Te escucho, pero estaríamos
más cómodos sin estar apilados.
Mi declaración le arrancó una
carcajada y me liberó. Me acomodé a su lado y esperé a que disipara mi
oscurantismo.
VI
—Supongo que en tu animosidad
por los uniformes no me confundirás con algún miembro de la represión—ironizó.
Lo fulminé con la mirada.
¿Cómo se atrevía a pensar que ignoraba la cruel etapa de enfrentamientos de los
años setenta? Sin acusar el impacto, prosiguió:
—Yo nací en el ochenta y
cuatro, inicios de la democracia. Cuando terminé el secundario deambulé por
varias ciudades y distintas facultades y llegué a la conclusión de que la vida
en las grandes metrópolis no era lo mío. Bajo el rótulo de democracia se estaba
formando una casta de funcionarios que poco honor hacían a su cargo salvo
honrosas excepciones. A los veintidós años, tras haber vivido la distorsionada
imitación de un régimen que fomenta la miseria y la ignorancia, decidí
radicarme en forma definitiva en Rioseco.
Sacó el primer cigarrillo que
le vi fumar y lo encendió con aire pensativo. Bajo su relato asomaba un hombre
sensible y pensante que no condecía con su función. Y bajo mi prisma afloraba
la descalificación previa al conocimiento. Con inusual paciencia esperé a que
continuara su exposición.
—No quería dedicarme a las
tareas agrícolas ni aprobaba los métodos de enseñanza universitaria, de modo
que me apliqué a indagar las necesidades del pueblo. En ese entonces la comisaría
estaba a cargo de don Rogelio, un hombre con sobrada edad para jubilarse pero
siempre reelecto por su blandura. Para no cansarte: una noche intervine en un
enfrentamiento entre adolescentes alcoholizados que destruyeron a pedradas las
vidrieras del local bailable y los llevé hasta el cuartel adonde ni siquiera
había una guardia. Mientras los mantenía vigilados, mandé a uno de los dueños a
que buscara al comisario. Lo levantó de la cama y le pedí que pusiera a los
revoltosos entre rejas y citara a sus padres a la mañana. El viejo, exigido por
los damnificados, lo hizo a regañadientes y llamó a su ayudante -que ahora es
el mío- para que cubriera la vigilancia nocturna. El episodio trascendió y los
vecinos, cansados de las trapisondas de los jóvenes que no tenían freno, me
pidieron que me postulara para las próximas elecciones —dio la última pitada al
cigarrillo y deshizo el filtro contra el suelo.
—Y así nació la leyenda…
—entoné cerrando su síntesis.
—Sos una impertinente, ¿sabés?
—su voz calma y la chispa risueña que retozaba en sus ojos desmentían la
reconvención.
Reí abiertamente porque muchas
de mis prevenciones habían desaparecido, aunque todavía tenía preguntas para
hacerle. Él me observaba con expresión complacida, como disfrutando de mi risa.
Para encubrir mi turbación, lo interpelé:
—¿Y en tus dominios no corre
la droga, no hay robos, crímenes, violaciones? —enumeré las lacras más comunes
de las grandes ciudades.
—Menos que en otros lugares,
jovencita —me contestó con seriedad—. Pero no es de mi incumbencia resolverlos.
Si tuviera que definir mi cometido, te diría que soy un custodio del orden y,
en resguardo de los habitantes de Rioseco, atiendo a que se altere lo menos
posible.
Incliné la cabeza y lo miré
como si recién lo conociera. Vi al hombre detrás de la función y me dejé llevar
por la atracción que me inspiraba. Él se acercó peligrosamente y me dijo con
voz sofocada:
—No me mires así que me
inspira besarte.
Me aparté. No porque me
disgustara su vehemencia, sino porque me asusté de mi propio deseo. Yo no había
venido a este pueblo en busca de un romance sino a comenzar una vida
independiente y lo estaba incitando a César a una aventura. Como siempre, las
consideraciones corrieron por mi cuenta:
—Lamento haberte causado una
impresión equivocada —le aclaré—. Pero no vengo de la ciudad a buscar un affaire con un lugareño. Intento
radicarme y mantenerme por mis propios medios.
Mi declaración le provocó un
ataque de risa. Lo miré con fiereza hasta que se controló. Puso los brazos en
jarra y volvió a mortificarme con mi nombre prohibido:
—Manola… —dijo borrándome de
un plumazo el arrebato de seducción que había padecido a poco—. ¿Qué te inspira
esa idea peregrina? —la insoportable sonrisa no se borraba de su rostro.
—¡Lo hacés a propósito!
—lloriqueé anclada al sonido renegado de mi patronímico.
Ahí lo descoloqué. Se acercó
con la intención de consolarme y yo retrocedí para increparlo:
—¡Sabés que odio mi nombre y
lo usás para afrentarme!
—Pero si a mí me gusta… —se
defendió—. Me parece gracioso, tan gracioso como su propietaria y sus
conclusiones insólitas.
—Quiero volver a casa —declaré
dando por terminada la conversación.
—Le faltan los vidrios —dijo
con suficiencia.
Yo estaba herida: por mi
debilidad, su ofensa y su aire de superioridad. Como no podía insultarlo con
palabras soeces, me alivié llorando. Estaba tan desconsolada que no pude
rechazarlo cuando me abrazó compungido por mi descarga.
—Nola, Nola… —murmuró
acariciando mi cabeza—. En ningún momento quise agraviarte. Me tentó besarte
porque te veías encantadora, pero no te estaba proponiendo ninguna relación ilícita
—intentó separarme pero yo me aferré a su camisa y seguí empapándolo con mis
lágrimas.
—¡Ay, querida…! —suspiró
mientras me cargaba entre sus brazos y me llevaba hasta el coche oficial.
Le hizo señas con la cabeza a
uno de los pasmados agentes para que abriera la puerta del auto y me depositó
en el asiento del acompañante al tiempo que se inclinaba sobre mí y me tendía
un pañuelo:
—¿Vas a estar bien? —me
preguntó con gesto preocupado.
—Sí… —dije con voz gangosa.
—Ya vuelvo —aseguró y se
acercó al muchacho que había oficiado de ayudante e intentaba disimular su
sorpresa. Cambió unas palabras con él y volvió a mi lado.
Antes de poner el vehículo en
marcha me contempló con ojos tiernos. Yo me apoyé contra el respaldo y sólo
exhibí mi perfil. Me sentía horrible con el rostro inflamado por el llanto. Él
condujo en silencio y se desvió hacia un establecimiento paralelo a la ruta.
—Vamos a tomar un café y
podrás refrescarte, ¿vale?
Asentí y César bajó y abrió mi
puerta para que yo hiciera otro tanto. Percibiendo mi debilidad, me sostuvo del
brazo hasta ingresar al parador. Cuando salí del baño, los rastros de mi
desahogo habían desaparecido. El guardián del orden estaba sentado a una mesa frente
a dos tazas de café y una panera con medialunas. Me sorprendí del apetito que
me había despertado mi ordalía llorona. César se levantó para apartar mi silla
y le agradecí con una sonrisa.
—Por este festín puedo olvidar
cualquier rencor —dije levantando una medialuna dulce.
—Lo tendré en cuenta para el
futuro —declaró él riendo.
Había cuatro facturas. Consumí
dos y otra a instancia suya, declinando la cuarta porque me pareció demasiado
egoísmo de mi parte privarlo de comer una. Como Elisa aún estaba en la
biblioteca le pedí que me dejara ahí y ayudé a clasificar el nuevo material
hasta el mediodía. A las doce, estábamos sentadas en la confitería. La tía de
César no me permitió pagar el almuerzo, de modo que declaré que esa noche yo me
ocuparía de la cena bajo amenaza de iniciar una huelga de hambre.
—¡Dios no lo permita! —dijo
con humor—. Hacé de cuenta que la cocina te pertenece —y llamó a Delia para
cancelar la cuenta.
—¿Vas a participar de la
fiesta de beneficencia para la ampliación de la escuela? —me preguntó la chica
mientras le daba el vuelto a Elisa.
—No estaba enterada… —dije
mirándola con perplejidad.
—Cuéntele, señora Elisa —pidió
Delia con una sonrisa—. A lo mejor nos ayuda a juntar más plata.
La mujer asintió y nos
levantamos para irnos. La frugal comida nos había insumido poco tiempo, por lo
que le avisé a Elisa que iría hasta el almacén para comprar los ingredientes
para cocinar. Fuimos juntas y nos cruzamos con César. Pensé que le debía
algunas atenciones:
—Si te animás, estás invitado
a cenar. Esta noche cocino yo —declaré con presunción.
—No me lo perdería por nada
del mundo —aseguró con vivacidad—. Una mujer bonita que sabe cocinar… Sos
completa —atestiguó.
—Sí —confirmé echando una
rápida mirada sobre mi cuerpo—. No me falta ningún pedazo. ¿A las nueve y media
te parece bien? —consulté.
Movió la cabeza para asentir,
acometido por la risa. Le hice un gesto de saludo y me apresuré hacia el
comercio antes de que cerrara.
VII
A las dos y media terminamos
de guardar los víveres y, antes de dormir la siesta, me comuniqué con mi
familia. Los tranquilicé con respecto a mi estadía y les aseguré que apenas la
casa estuviera en condiciones lo celebraría con ellos. Nos levantamos a las
cuatro y media y mientras tomábamos mate, Elisa me puso al tanto de la velada
benéfica del día siguiente.
—Para que entiendas —expresó—,
debo relatarte algunas características de este poblado. Se fundó a partir de
las necesidades de las quince familias que se instalaron en estas tierras para
dedicarse a la explotación agrícola que luego se amplió con la anexión de
ganado. Los negocios y proveedurías más cercanos estaban a ciento cincuenta
kilómetros, lo que requería tiempo y planificación para abastecerse. Algunos de
los agricultores pensaron en conformar un centro de suministros para lo cual
crearon un perímetro común adonde se asentaron los primeros comerciantes
atraídos por la clientela segura. Doña Lucía es la actual heredera del negocio
de sus tatarabuelos —me aclaró.
—¿También los actuales
agricultores son descendientes de los originales? —pregunté interesada.
—Así es. Y cada generación
aportó nuevos avances para el mantenimiento y el orden de la aldea que se iba
formando. Los impuestos provinciales y nacionales se pagan vía Internet, y los
servicios en la oficina de la comuna. Tenemos nuestra propia cooperativa de
electricidad y de acopio de granos, una de horticultores y un centro de control
de locaciones cuyo importe se destina a mejorar la infraestructura del pueblo.
—¿Te referís al arrendamiento
de los campos? —no se me ocurría qué otra cosa podrían alquilar.
—No. Al de todas las
construcciones levantadas en las tierras comunes. Como son un aporte
igualitario de todas las familias, se decidió que las rentas se iban a invertir
en el mantenimiento del pueblo. Así se edificaron la biblioteca, el club social
y cultural, la escuela primaria, la estación de bomberos y defensa civil, el
hospital, la comisaría y todos los centros que iba requiriendo su expansión.
—Entonces —reflexioné— ¿ésta
no es tu casa?
—Sí y no —admitió—. Yo la hice
construir pero pago por el uso del terreno.
—¿Y si la quisieras vender…?
—dije consternada.
—Lo haría, y su nuevo
propietario la compraría con la obligación de cumplir con la renta. En
definitiva, es como pagar un impuesto inmobiliario —precisó— sólo que a
beneficio del pueblo.
—¿Y la provincia no tiene nada
que objetar? —dudé conociendo la voracidad fiscal.
—No. Porque el impuesto a las
tierras se paga por todas las hectáreas ocupadas siendo este complejo parte de
las mismas. Y como la Provincia
no ha puesto un peso para el desarrollo de esta comunidad ni subsidia al
personal que atiende las distintas instituciones, hemos logrado exenciones en
cada sector a nuestro cargo.
—¡Es fantástico! —opiné—. Y
habla de que tienen administradores honrados que usan la recaudación pensando
en el bien común.
—La comisión fiscalizadora
controla mensualmente los ingresos y egresos. Creeme que nada se escapa a su
inspección —aseveró—. Después de atender el abastecimiento de cada unidad, se
intenta mantener los sueldos de todo el personal en un nivel que les asegure la
subsistencia y el ahorro.
—¡No puedo creer que haya dado
con la Isla de la Fantasía! —exclamé
encantada.
Elisa se largó a reír y
terminó de revelarme el sentido de la colecta de fondos:
—Te preguntarás entonces por
qué un sistema tan eficiente requiere de una fuente extra de recursos…
—Cuando me reponga de la
impresión, seguro que sí —afirmé, tomando plena conciencia de la criminalidad
de la corrupción en oposición a este orden transparente.
—Bien —consintió mi
anfitriona—, esta variante vino a resolver el criterio antagónico entre hombres
y mujeres acerca del destino de los fondos. La población femenina pretendía que
sus hijos no tuvieran que trasladarse a la ciudad más cercana para estudiar ni
realizar actividades recreativas. Los hombres, más pragmáticos, se inclinaban
por resolver cuestiones comerciales y de seguridad. Hasta que un grupo de
mujeres, cansadas de los pretextos de sus maridos respecto a cuándo habría un
remanente para iniciar la construcción de la escuela, se pusieron en campaña
para constituir una reserva sólo para este fin.
—¿Siempre manejaron los
hombres el patrimonio familiar? —me asombré—. Aquí La Legítima nos asegura la
misma herencia a hermanos y hermanas…
—Estás en lo cierto —ratificó
Elisa—. Pero el Comité Financiero ordena la asignación de recursos y…
—No me aclares —hice una
mueca—. Está conformado por hombres.
—En esa época —sonrió—. En la
actualidad es más democrático. Cincuenta por ciento de representatividad para
cada sexo.
—Pero aún siguen haciendo
colectas. No me digas que las mujeres no defienden sus prioridades… —dije
reprobadora.
—Pues sí —afirmó—. Aunque no
caprichosamente, y a veces algunas necesidades son más perentorias que otras.
Pero… —hizo un paréntesis mientras me observaba con aire travieso— me has hecho
tantas consideraciones pertinentes y nunca te interesaste por el mecanismo de
la colecta…
—Supongo que será lo habitual
—dije en tono competente—: una reunión con cena, baile y rifas.
—Reunión hay. Cena también.
Rifa no. Subasta —corrigió.
—¡Ah…! Entiendo —manifesté—.
Pero yo no tengo cosas muy valiosas para aportar al remate…
—Estás equivocada. Sos nuestra
pieza más inestimable —declaró cruzando los brazos sobre el pecho y reclamando
comprensión con su mirada.
Confieso que me costó
entender. Si yo era una pieza, formaba parte de la subasta. ¿Pretendían
rematarme? Por un momento mi imaginación calenturienta me proyectó a un
escenario de oscuras intrigas en las entrañas de un ingenuo pueblecito rural.
La ofuscación debía ser tan legible en mi rostro, que Elisa se apresuró a
explicar:
—¡Querida! Soy una torpe y no
te aclaré el artificio que pergeñaron las mujeres para contar con el aporte
masculino. Creeme que no hay nada censurable —me aseguró tratando de disipar mi
recelo.
Tenía un aire tan mortificado
que me hizo reaccionar. ¿Cómo había podido confundir a la buena de Elisa con
los personajes nefastos que pululan por las series de terror? La abracé
impulsivamente. Al separarnos me disculpé:
—¡Perdoname! Es que a veces me
dejo llevar por mis delirios. Basta que no entienda algo para que empiece a
funcionar mi calamitosa percepción —dije compungida.
—¡Me asustaste, Nola! Me
mirabas como si fuera una extraña… Pero la culpa es mía, porque no hacía falta
tanta información para ponerte al corriente del sistema de subasta. Te lo
resumo —abrevió—: Los hombres pujan por una cena en lugar público con la joven
de su preferencia. Gana quien más ofrece, como en cualquier remate.
—¿Nada más que por cenar?
—pregunté extrañada.
—¡Por supuesto! —dijo con
vehemencia—. El mayor riesgo que corren las mujeres es soportar la charla de
algún pelmazo.
—¿Y cómo se les ocurrió?
—quise saber.
—Porque las tertulias con
venta de rifas no despertaban el entusiasmo de nadie. Ese año las hijas de la
familia Méndez recibieron la visita de un grupo de amigas y a las muchachas se
les ocurrió que, aunque fuera por curiosidad, ningún hombre se resistiría a
participar de la compra de unas horas con una joven que de otro modo no
disfrutarían. Se establecieron las reglas y la primera subasta tuvo tanto éxito
que se comenzó a construir la escuela.
—¿Y cuáles son las reglas?
—seguí preguntando.
Ella se rió. Una atmósfera de
distensión rodeaba nuestra charla. Me las enumeró:
—Primero, quien ofrezca más,
gana el derecho de invitar a la mujer a una cena en algunos de los restaurantes
seleccionados. Segundo: no le da opción a ningún tipo de acercamiento que no
sea una conversación civilizada. Tercero: la participante no puede negarse a
aceptar al ganador aunque le sea antipático, y cuarto: siempre está presente en
el lugar una comisión de control que interviene si se incumple alguna regla.
—¿Y las casadas toleran que
sus maridos oferten por otra mujer? —indagué curiosa.
—No te olvides que tienen un
objetivo común. De cualquier manera coincidirás en que si una velada inocente
pone en peligro una relación, esa pareja tiene mucho que considerar —estimó con
solvencia.
—Creo lo mismo —opiné—. Pero
para mi ilustración, ¿alguna vez se dio el caso?
—Nunca en matrimonios. Alguna
vez sí se rompió un noviazgo —precisó. Puso los brazos en jarra—: ¿Qué opinás
sobre participar?
—Aunque me desilusione, no me
perdería por nada del mundo saber cuánto valgo —reí.
Habíamos dialogado por más de
media hora, así que me concentré en mi oficio de chef. Lavé y corté frutas y
verduras, aderecé la carne y la acomodé en una fuente, y preparé un postre
borracho que era mi especialidad. A las siete tenía alistadas las guarniciones
habiendo denegado amablemente la ayuda de Elisa. Le anuncié que me iba a bañar
y poner presentable antes de acomodar la comida en el horno. Ella se ocupó de
preparar la mesa a la cual nos sentamos esperando la cocción del plato y al
invitado que apareció con puntualidad. Traía dos rosas. Una rosada que ofreció
a su tía con un beso y una roja que me entregó con una sonrisa:
—Hola, Nola. Tu menú huele
deliciosamente.
—Gracias —atiné a decir por la
flor y el elogio, reprimiendo la asociación entre el color del pimpollo y su
significado—. Sentate —invité recuperada—, que hay una entrada previa al plato
caliente. Voy a dejar la flor en agua.
Me acerqué a Elisa que estaba
acomodando su rosa en un florero y le estiré la mía. La observó con expresión
reflexiva y la puso con la otra.
—Todo un detalle de parte de
mi sobrino, ¿verdad? —dijo sugerente.
—Toda una galantería —asentí
con tono neutro—. ¿Le hacemos compañía?
Ella me obsequió con una
sonrisa y enlazó mi brazo hasta llegar a la mesa. La comida fue un éxito; en
verdad me lucí más de lo que esperaba. Alabaron el postre y después nos
sentamos a charlar en el saloncito. César me sorprendió por su capacidad de
abordar cualquier tema y la congruencia de sus apreciaciones. A medianoche, un
poco achispada por haber tomado más vino de lo habitual y por acompañar el café
con un licorcito dulce que me ofreció Elisa, decayó mi conversación. Él me
miraba con intensidad, como si deseara grabarme en su cerebro. Adormecida como
estaba, me dejé observar sin resistencia. Por un momento ambicioné que me
levantara en sus brazos y me depositara en la codiciada cama. Ninguna
connotación sexual, sólo que dudaba de llegar a la habitación por mis propios
medios.
—Nola, ¿estás bien? —la voz de
Elisa me llegó de lejos.
—Sssí… —soplé antes de
hundirme en el sueño.
Me desperté con un sordo dolor
de cabeza y me prometí no mezclar nunca más bebidas alcohólicas. Aparté la
manta que me cubría y salvo los zapatos, estaba vestida como en la noche
anterior. Seguro que me había tirado en el lecho como había llegado. Me quedé
bajo la ducha más de veinte minutos hasta que cedió la resaca y después de
vestirme pasé a la cocina. Elisa estaba tomando café y enseguida me sirvió uno:
—¿Descansaste? —me preguntó
mientras me alcanzaba el pocillo.
—Como una beoda —dije
llanamente—. Gracias por cubrirme con la colcha.
—Ah… Eso fue atención de César
cuando te ubicó sobre la cama —puntualizó.
—¿Ni siquiera llegué sobre mis
pies? —gemí.
—No te aflijas, que para él
fue como cargar una pluma. Doy fe de que quiso despertarte, pero habías caído
en un sueño profundo.
—Lo único que me faltaba
—mascullé—. Convertirme en el hazmerreír de tu sobrino.
—¡Qué dramatismo, Nola! Él
está acostumbrado a tratar con gente pasada de copas —alegó a modo de consuelo.
—Sí. Y los guarda en una la
celda —la rebatí.
—A vos no te guardaría en ese
lugar, precisamente —observó con intención.
—Mmm… —dije soltando la risa y
sin pedir explicaciones—. ¿Qué planes tenés para esta mañana?
VIII
—Abocarnos a conseguirte un
vestuario apropiado para el viernes —me contestó—. ¿Trajiste algún vestido de
fiesta?
Hice un gesto negativo. Apenas
si había cargado con algún vestido formal porque no se me ocurrió que en
Rioseco tuviera oportunidad de acudir a una celebración. Nos quedamos abstraídas.
—Habrá algún negocio de
indumentaria… —arriesgué.
—No la adecuada —objetó—. Me
pensaba lucir con la primicia —sonrió—, pero precisaré colaboración —buscó su
bolso y las llaves de la casa—: Tendremos que usar tu auto, querida. Es un poco
apartado adonde vamos.
Asentí y por el camino me puso
al corriente de sus planes:
—Estamos yendo a la casa de mi
hermana Julia que tiene todos los contactos para conseguirte la vestimenta
adecuada. Se va a sorprender porque hace días que se exprime el cerebro
buscando la novedad que despierte el interés por la subasta, y en esta ocasión
se la voy a brindar yo —dijo tan entusiasmada que me reservé el comentario de
que ya era suficiente con que me prestara a ser una pieza de remate como para
agregarle lo de novedad.
—Julia es mi hermana menor y
la mamá de César —agregó—. Van a tener algo en común porque ella es profesora
de Filosofía.
—Sí. César me lo dijo la noche
en que nos invitó a cenar —rememoré.
—Estabas contrariada entonces
—dijo con afecto.
—Porque actualizó todos los
principios familiares sobre el momento adecuado para comenzar una carrera y recibirse.
Cuando me preguntó cuánto me faltaba, caí en la cuenta de que aún no había
empezado. Imaginate, a la edad de tener un título, yo ni siquiera estaba en las
preliminares. Me sentí muy abochornada —reconocí.
—Nola… ¡Cómo si él te fuera a
juzgar! —me reprendió—. Además, tenés la edad óptima para saber lo que querés y
una mente a plena potencia.
—Si vos lo decís… —entoné
burlona.
Elisa se largó a reír y
después me señaló un desvío a la izquierda de la ruta. Comenzaba una senda
mejorada que desembocaba en una sólida tranquera después de la cual, el camino
que remataba en un macizo de árboles, estaba flanqueado por grandes álamos. A
los costados, y hasta donde se perdía la vista, el terreno estaba cultivado. Un
alambrado recorría todo el frente del predio completando la tranquera. Detuve
el coche a la entrada y ví avanzar a dos hombres que salían de una cabaña de
madera asentada al costado del camino. Uno de ellos saludó a mi compañera y nos
franqueó la valla:
—¡Buen día, señora Elisa! —le
dijo cuando estábamos adentro.
—¡Hola, Facundo! Venimos a
visitar a mi hermana. Ella es Nola —me introdujo.
El hombre asintió y levantó el
ala de su sombrero gauchesco a modo de saludo. Sonreí y lancé un ¡HOLA! dirigido a ambos custodios. Eso
supuse y Elisa me lo confirmó cuando rodábamos para la estancia. La casa era
imponente, rodeada de una variada vegetación. Distinguí el edificio principal
de estilo colonial y otras construcciones que después supe eran los galpones
donde se guardaban las maquinarias y el forraje, el alojamiento de los peones,
el tambo y una caballeriza. Julia nos esperaba en la puerta y nos recibió con
calidez. Después de abrazar a su hermana, hizo lo mismo conmigo y se quedó
observándome con detenimiento.
—Pícara, ¿así que te tenías
reservado semejante tesoro? —le dijo a Elisa, provocándome un inoportuno rubor.
—¡No la avergüences, Julia,
que Nola lo va a pensar dos veces y nos privará de su participación! —suplicó
su hermana.
El sobresalto de las mujeres
me causó gracia. Me largué a reír al tiempo que las tranquilizaba:
—¡No se apuren que no me
echaré atrás! Pero confieso que me siento como un objeto y, lo que es peor, no
sé si de arte o pura chatarra.
—Creo que te vas a sorprender
—sonrió la madre de César. Hizo un gesto hacia la entrada—: Pasen y pónganse
cómodas. Enseguida les alcanzo algo para tomar.
Accedimos a un recinto amplio
de piso embaldosado y amoblado con sólidas piezas de madera. Al fondo, una
arcada marcaba el comienzo de una habitación más pequeña equipada con sillones
tapizados de blanco, una mesa ratona, estantes con adornos y libros, cuadros y
un gran jarrón de mimbre con ramas secas de arce. Un amplio ventanal abierto al
exterior la iluminaba pródigamente. Hacia allí nos dirigimos y nos sentamos
esperando a la anfitriona.
—¡Me encanta esta casa, Elisa!
Conserva la atmósfera serena de una época en que no corríamos detrás de las
cosas materiales —mi voz sonó nostálgica—, y esos pisos tan bien preservados, y
la alfombra debajo de la gran mesa de madera…
—No sé que sabrá una jovencita
de la gran ciudad de atmósferas serenas —dijo con una sonrisa—, pero por cierto
que fue el mejor entorno para crecer. Y cuando Julia se casó y quedó embarazada
de su primer hijo, sentí que el mejor regalo que podía hacerle a mi hermana era
ofrecerle la posesión de nuestra casa paterna.
—¿Aquí te criaste? —pregunté
fascinada.
—Y viví hasta los treinta años
—asintió—, época en que nació Juan Manuel. Adolfo, mi cuñado, me propuso que
ocupara su finca, pero allí vivían sus parientes. Teníamos una relación
excelente pero yo quería una vivienda sólo para mí, por lo cual me hizo
construir la casa donde ahora vivo.
—¿Y tus padres? —indagué,
suponiendo que a sus treinta años aún vivirían.
—Murieron en un accidente
cuando yo tenía apenas dieciocho años y Julia trece. Me ocupé de ella pero no
tenía conocimientos para manejar el campo, de modo que el padre de Adolfo,
nuestro vecino lindero, nos prohijó y cuidó de nuestro patrimonio como si fuera
suyo. Era un gran hombre —elogió—. Con el tiempo, la amistad entre Julia y Adolfo
se transformó en amor, y cuando ella cumplió veinticuatro años se casaron y se
instalaron en la hacienda de mi cuñado. Al año tuvieron a Juan Manuel y dos
años después, ya ocupando esta propiedad, a Gastón. César llegó cuando Julia
tenía treinta y cuatro años y ya no aspiraba a otro hijo. Lo mimamos tanto, que
todavía no me explico cómo no le arruinamos el carácter —dijo con la mirada
perdida en los recuerdos.
—¿Por qué vos no formaste
pareja? —investigué con indiscreción.
—Cosas de la vida —respondió
melancólica para, después, instarme con energía—: ¡Y no sigas mi ejemplo!
—Espero que no —acepté
juiciosa.
La aparición de Julia
interrumpió las confidencias. Depositó la bandeja en la mesita de cristal y nos
exhortó a compartirla. Probé una masita para no desairarla ya que había
desayunado tardíamente y bebí una taza de café.
—En media hora tendremos
varias visitas —nos informó— y seguramente resolveremos los detalles del
vestuario. ¿Has llegado a conocer a alguna de las residentes, Nola? —me
preguntó.
—A Delia, Marité, Silvina,
doña Lucía… —enumeré.
—Te orienté mal —dijo—. Me
refería a las integrantes de las familias oriundas.
—Pues… a Elisa y a vos
—sonreí.
—Hoy, entonces, te presentaré
a muchas de ellas que a la vez están ansiosas por conocerte —aseguró. Se
dirigió a Elisa—: ¿Sabés que Andrea terminó el doctorado en Economía y obtuvo
una beca de perfeccionamiento en Harvard?
Juzgué oportuno hacer mutis
para dejar a las hermanas hablar de sus conocidos.
—En tanto llegan las chicas,
¿puedo recorrer tu jardín? —me dirigí a la dueña de casa.
—Andá por donde quieras.
Cuando vengan te mando a buscar.
Les hice un gesto de saludo y
salí al exterior. Parada en la galería, respiré profundamente el aire perfumado
por las enredaderas. Paseé la vista por los distintos macizos de verde
reconociendo la huerta, los árboles frutales, los canteros repletos de flores y
un tupido grupo de árboles. La caminata despejó mis aprensiones acerca de
participar en la subasta. Me pregunté por qué le daba tantas vueltas a esa
inocentada y la desterré de mi mente.
—No esperaba encontrar una
flor más en mi humilde jardín —dijo una voz bronca a mis espaldas.
Me volví y quedé enfrentada a
un sujeto tan recio como su voz. Sonreía con los ojos entornados puesto que el
sol lo deslumbraba. Su parecido con César era innegable.
—¿Sos Adolfo? —pregunté
también sonriente.
—Y no tengo el placer de
conocerte… —se lamentó.
—Soy Nola, la nueva… —vacilé.
Iba a decir residente pero recordé que usaban el término para los habitantes
originarios—. Vecina —completé tendiéndole la mano que estrechó con firmeza.
—¿Nola, eh…? —me estudió al
contraluz—. Lo tuviste preocupado a César.
—Supongo —dije encogiéndome de
hombros—. Es su tarea de comisario.
Él rió con franqueza y me
ofreció su brazo:
—¿Te acompaño en el recorrido?
Asentí calurosamente. Sus
comentarios enriquecieron mis escasos conocimientos de las especies vegetales.
Me incliné para recoger unas hermosas hojas de colores cuando un topetazo me
planchó sobre la tierra. Mi exclamación fue coronada por varios lengüetazos de
reconocimiento prodigados por el perrazo.
—¡Sombra! —grité cuando lo
reconocí, y miré hacia arriba buscando a su dueño.
Él me observaba como
transportado. Me arrodillé y permanecía abrazada a Sombra al tiempo que César
se acuclillaba para ponerse a mi altura.
—¿Cómo amaneciste? —preguntó
en tono afable.
—¿Cómo te parece? —dije
hosca—: con resaca y abochornada. No sé que pensaste de mí… —me atropellé.
—Que no quería dejarte sola en
esa cama —me interrumpió con voz contenida.
Busqué en sus ojos un conato
de sarcasmo o una expresión malintencionada que justificara una reacción airada
y acabé hurtando los míos porque los suyos demandaban una respuesta que no
estaba en condiciones de pronunciar. El comentario de Adolfo suspendió la
estática escena:
—Parece que hoy es la mañana
de los milagros. Una etérea criatura embelleciendo mi jardín y un hijo perezoso
visitando a sus padres…
La mano de César buscó la mía
al incorporarse. La rechacé y me levanté por mi cuenta. No quise mirar a
ninguno de los hombres: al uno porque su presencia me inquietaba y al otro
porque temía su agudeza.
—¿Por qué no vas a saludar a
tu madre? —la voz del padre sonó con parsimonia—. Así no me fastidiás el paseo
con Nola.
La declaración de Adolfo me
causó gracia y me volví hacia él con una sonrisa a tiempo de ver a César torcer
el gesto mientras volteaba hacia la casa. El hombre volvió a ofrecerme su brazo
y seguimos recorriendo el solar. Sombra nos acompañó espantando a un variado
surtido de aves que buscaban alimento en el suelo. Me tranquilicé cuando
comprobé que no quería atraparlas sino ahuyentarlas. Un ronquido de motores nos
hizo mirar hacia el camino. Dos camionetas enfilaban hacia la entrada.
—¡Ahí llega el batallón! —rió
mi acompañante—. ¿Preferís abordarlas afuera o adentro?
Apreté los dientes y aspiré
estirando mi labio inferior como si algo me doliera. Él esperó mi decisión con
aire divertido.
—Creo que lo voy a sobrellevar
mejor si vos me las presentás —dije al cabo.
IX
De cada auto bajaron cinco
muchachas tan bullangueras como los pájaros que perseguía Sombra. Algunas
cargaban una especie de baúl rectangular con rueditas y otras, bolsos más
pequeños. Se detuvieron a la entrada adonde Adolfo sostenía mi brazo y me
infundía coraje con su mano apoyada sobre la mía:
—¡Buenos días, niñas! —dijo
con la familiaridad del conocimiento y los años—. Saluden a Nola, nuestra
flamante vecina.
Las chicas se presentaron de a
una, aunque no logré en ese momento retener todos los nombres. La mayoría
transitaba entre los dieciocho y veinte años, salvo la que se plantó frente a
mí calibrándome con altanería:
—¿Así que sos Nola?
—manifestó—. No sos una teen,
precisamente.
—Es un gusto conocerte… —le
estiré la mano e hice una pausa esperando que dijera su nombre.
—No creo que mi talla te acomode…
—murmuró y siguió a sus amigas que ya
entraban a la casa.
El desaire fue tan
extemporáneo que me dejó con la boca abierta. Bajé el brazo y le pregunté a
Adolfo:
—¿Se ofendió porque le di la
mano? No estoy al tanto de las costumbres de Rioseco —añadí meneando la cabeza.
—Muchachita, si acaso algo la
ofendió, fue tu belleza. Madi no está acostumbrada a la competencia —precisó de
buen humor.
—¡Ja! —expectoré—. ¡No
pretendo competir por nada con Madi! A no ser… —lo miré interrogante— ¿…en la
subasta?
—¡Con que ésa teníamos! —largó
una risotada—. ¡Te convencieron para que participaras! Ahora me explico las
evasivas de Julia…
—¡Ay, no…! ¡Metí la pata!
—dije poco consustanciada con mi rol de objeto fino y valioso—. Tu mujer me va
a matar.
—¡Tranquila, Nola! —me calmó
Adolfo—. Que sé guardar un secreto. Seré tan discreto como un confesor. Y no
estabas errada al pensar en el festival. Es que en los dos últimos años Madi
obtuvo mejores ofertas que las visitantes, circunstancia que podría no
repetirse… —insinuó.
—¡Entonces no me presentaré!
No quiero malquistarme con nadie —afirmé.
Él no trató de convencerme,
sólo me miró con esa sonrisa bonachona que lo hacía tan confiable.
—¡Nola! —Elisa me hacía señas
desde la puerta—. ¿Podés venir, querida?
—Chau, Adolfo —me despedí con
voz lúgubre y arranqué hacia la casa escoltada por el sonido de su risa.
En la entrada me crucé con
César que abandonaba la vivienda familiar. Le hice un vago gesto de saludo
porque iba rumiando cómo les comunicaría a las mujeres mi deserción.
—¡Esperá! —me detuvo—. ¿Se van
a quedar a comer acá?
Le eché una mirada dubitativa.
Después de la bomba que iba a arrojar, dudaba que Julia quisiera compartir la
mesa conmigo. Sin embargo, le respondí con una evasiva:
—No sé… depende de tu tía.
—En ese caso, decile a la tía
que las espero para almorzar —me encomendó
recalcando el plural.
—Dalo por hecho —contesté
entrando a la estancia.
No hice más que cerrar la
puerta cuando me percaté de que alguien me esperaba. Era Madi, alejada del
corrillo instalado en la sala del fondo. Debo decir que tenía un aire guerrero
que no me amilanó sino que despertó mi curiosidad. Esta vez nos medimos las dos
de igual a igual. Esperé a que hablara:
—No sé que te habrán contado
las hermanas —dijo desdeñosa— pero deberían haberte aclarado que desde hace dos
años ninguna forastera es el premio mayor de la subasta. Te lo anticipo para
evitarte la misma decepción que se llevaron las anteriores —aconsejó con suficiencia.
Eligió el camino equivocado.
Yo no presumo de peleadora, pero bravuconadas como la de Madi despiertan una
veta obstinada de mi carácter que me empuja a la contienda. Además -me dije- no
es más que un juego y a mí me atraen los desafíos, y si sumaba a la arrogante
muchacha haciéndome un desplante inmerecido, justificaba la determinación de no
apartarme del acuerdo. Le sonreí con dulzura antes de responderle:
—Gracias, Madi. No esperaba
menos que esta actitud caritativa de tu parte. Pero mi papá me enseñó que en la
cancha se ven los pingos —me reí como una tonta—. Conocerás el dicho campero,
¿no? —y me dirigí hacia donde estaba el grupo, cancelando la decisión de
renunciar.
A las doce había elegido mi
atuendo y sus accesorios incluidas unas bellas y altísimas sandalias de fino
taco sobre las que dudaba mantener el equilibrio. Declinamos la invitación al
almuerzo porque me acordé de transmitirle a Elisa el expreso pedido de su
sobrino. Adolfo me despidió con un beso en la mejilla y un guiño cómplice como
si me hubiera inspirado el cambio de rumbo. Mi acompañante estaba eufórica por
la buena disposición de las residentes para resolver mi escasez de vestimenta:
—¿No son un tesoro? Capaces de
sacrificar el estreno de su mejor ropa para beneficio de la colectividad. Y
tratándose de mujeres, es una conducta superlativa —ponderó.
—Sí —dije escuetamente, porque
no quería polemizar acerca del comportamiento de mi declarada rival que
satirizó cada una de mis elecciones.
—Bueno —dijo después de una
pausa—. Supongo que te debo disculpas en nombre de todas por la impropia
conducta de Madi…
—No me deben nada —la
interrumpí para que no se afligiera—. Si algo me hubiera molestado no se me
ocurriría hacerles cargo a ustedes. Es una adulta —rubriqué. En tono más
distendido, le pregunté—: ¿Y a vos qué te pareció mi selección?
—¡Estupenda! Vas a dejar a
varios machos con los ojos estrábicos —se regocijó.
Bromeando, entramos a la
confitería y, después de saludar a Delia, nos ubicamos en la mesa de César. No
lo esperamos demasiado. Sentado enfrente de nosotras, se dedicó a contemplarnos
con placidez.
—¿Se puede saber a qué se debe
esta invitación? —indagó Elisa.
—A que no puedo vivir sin las
dos —declaró con esa sonrisa que lo hacía tan atractivo—, y a retribuirles el
festín nocturno.
—Sin las dos… —ironizó la tía.
Él rió y le guiñó un ojo. Ella concluyó—: En cuanto a la cena, es exclusivo
mérito de Nola. Ni siquiera permitió que la ayudara.
—Y como recompensa me matás de
hambre —protesté para suspender el intercambio intimista de mis acompañantes.
César se levantó riendo y se
dirigió al exhibidor de platos calientes.
—No sé cómo lo lograste, pero
este hombre derrocha alegría cuando están juntos —señaló Elisa.
—Ah… Es que debe divertirse
con mis arranques inesperados —aventuré—. Y es algo que no puedo evitar… — admití
contrita.
—Me refiero a que estimulaste
un comportamiento más distendido a una personalidad arraigada en el análisis
del entorno y las conductas —insistió mi amiga.
—Entonces ha desperdiciado su
talento en disparates —dije testaruda.
Ella rió con tanto desparpajo
que terminó arrancándome una sonrisa.
—A mí también me alegraste la
vida —atestiguó presionando mi mano con cariño.
Nos quedamos mirándonos con el
afecto que la convivencia había originado entre ambas; significativo pese a la
brevedad del trato. César, secundando a Delia, trajo los platos y nos sustrajo
del reconocimiento recíproco. Terminamos de almorzar sin que nos hubiera hecho
confesar, ni aún bajo amenaza de arresto, nuestra actividad en la estancia
materna. Nos acompañó hasta la casa de Elisa y, cuando cerramos la puerta tras él,
puse en duda su ignorancia del proyecto:
—No puedo creer que César
desconozca el evento de mañana. Se ha estado burlando de nosotras —dije
acusadora.
—Por supuesto que está al
tanto —admitió—. Sólo se estaba divirtiendo. Jamás asistió a ninguna subasta
porque no acuerda con el método. Lo que no sabe, es que vas a participar.
—¿Y eso marcaría alguna
diferencia? —inquirí.
—No lo sé, Nola. César es un
individuo de convicciones firmes. Me inclino a pensar que trataría de
disuadirte —aventuró.
—No veo por qué —declaré. Sin
ganas de continuar con la charla, le dije a Elisa—: estoy cansada. Me gustaría
acostarme un rato.
—¡Pero sí, criatura! El
medirte tanta ropa debió ser agotador —reconoció—. No te preocupés por la hora
que yo pongo el despertador.
La di un beso y me fui para el
dormitorio. Me sentía decepcionada por la ausencia de César. En mi fuero íntimo
deseaba deslumbrarlo con mi nueva apariencia. Tuve que reconocer lo mucho que
me atraía y que su ocupación no desmerecía al hombre que estaba descubriendo.
X
Elisa me llamó a las seis. Se
estaba alistando para concurrir a una charla sobre meditación trascendental que
dictaban en la sala de actos de la escuela. Rehusé su invitación porque no era
un tema que me atrajera y decidí llegarme hasta la comisaría para aceptar el
postergado café con Alonso. Claro que también esperaba encontrar al comisario.
Nos despedimos en la puerta y yo caminé hasta el edificio policial. Allí sólo
encontré al subcomisario que celebró la visita:
—¡Nola! Creí que se había
olvidado de este pobre servidor —bromeó.
—¿De mi protector? ¡Nunca!
—dije besándolo en la mejilla—. Vine a compartir su café.
Lo tomamos en la pequeña
cocina de la repartición. Al pasar detrás del mostrador de recepción, no dejé
de observar el orden y la limpieza que imperaban en la oficina. Escritorios
libres de papeles, estanterías con carpetas sistematizadas, talonarios
prolijamente acomodados.
—¿Se ocupan ustedes del
mantenimiento de la oficina? —pregunté.
—No. Una mujer viene tres
veces por semana para limpiar y tenemos una secretaria que goza de licencia
hasta el lunes —me informó.
Supe que la empleada se
llamaba Rosa, que tenía cincuenta años y que solía reñirlos cuando dejaban las
cosas fuera de lugar.
—Por lo demás, es
incondicional del comisario. Lo quiere como si fuera un hijo y lo persigue para
que formalice de una buena vez.
—¡Ah…! Tiene una relación
—repetí interiormente desilusionada.
—Pues no. Es una expresión de
deseo de Rosa, que piensa que ya debiera tener una relación seria.
—Bueno —dije aliviada—, será
que aún no se enamoró.
Alonso sonrió y me miró a los
ojos:
—Creo que ya está en ello
—garantizó.
—¿Y Sombra? —averigüé para
ocultar mi incomprensible turbación.
—Con el comisario. Está
supervisando los últimos detalles de su casa.
—¿Quién, Sombra? —me reí,
absurdamente feliz.
El hombre me acompañó con una
risotada amistosa después de lo cual me despedí. Volví a mi alojamiento sin
haber visto a César pero con la primicia de que no tenía una pareja formal.
Elisa me encontró montada sobre las extravagantes sandalias cuya altura estaba
a punto de dominar. Anduve con garbo a su alrededor sin dar traspié y después
me senté, con un suspiro de alivio, para quitármelas.
—Tenía que asegurarme de no
hacer un papelón —dije estirando los dedos de mis pies.
—Te veías muy airosa, y ese
calzado es lo que realza al vestido. Vas a dar que hablar, querida —dijo
satisfecha—. ¿Qué estuviste haciendo?
—Tomando café y charlando con
Alonso —contesté.
—¿Lo viste a César?
—No. Estaba controlando los
últimos toques de mi casa. Pronto dejaré de ser un incordio para vos —le
aseguré.
—¡No digas eso, Nola! Que esta
casa parecerá vacía sin tu presencia. Si por mi fuera te daría alojamiento
permanente —dijo conmovida.
No pude menos que abrazarla.
Habíamos consolidado un vínculo de amistad independiente del tiempo y también a
mí se me hacía costoso dejarla. La consolé:
—Nos visitaremos mutuamente.
Yo vendré a tu casa y vos a la mía. ¡Estamos en el mismo planeta, amiga! —la
sacudí por los hombros riendo.
La hice sonreír. Colgó el
bolso y me comentó detalles sobre la conferencia a la que había asistido hasta
que el teléfono nos interrumpió. Era César que pedía hablar conmigo.
—Hola, Nola. Vengo de tu casa
y te comunico que mañana mismo podés mudarte —su voz sonaba complacida.
—¡Gracias, César! Has sido muy
diligente… —resalté burlona.
—Chica impertinente —masculló
con indulgencia—. También tenés tu computadora y todos los muebles reparados.
¿Querés que lo hagamos mañana a la mañana?
Mañana era el gran día. Había
pasado suficiente tiempo para que postergarlo hasta el sábado no hiciera
diferencia.
—Mejor el sábado, César
—decidí.
—Creí que estabas ansiosa por
volver a tu casa —dijo extrañado.
—Sí. Pero mañana voy a
concurrir a un evento con tu tía y será más cómodo estar en el pueblo —le
expliqué.
—¡Ah…! La famosa kermés
—manifestó con un atisbo de ironía.
—¿Vas a ir? —pregunté a
sabiendas.
—No es de mi interés. Dejamos
entonces el traslado para el sábado —confirmó.
—Quedamos así. Chau, César.
Cuando colgué, Elisa no estaba
a la vista. La busqué en la cocina adonde se esmeraba preparando una cena fría
para las dos. Mientras terminaba, me comuniqué con mi familia y acordamos que
vendrían a Rioseco la semana siguiente a mi mudanza.
—De modo que te vas este fin
de semana —me dijo cuando nos sentamos a comer.
—Es que lo perseguí tanto a
César que ya quería reubicarme mañana mismo. Me instalaré el sábado y el
domingo serás mi primera invitada. Te vendré a buscar con el auto y como vamos
a festejar hasta tarde, te quedás a dormir. ¿Qué te parece? —propuse entusiasmada.
—Que sos un tesoro —rió—. Así
será más fácil no echarte de menos.
Nos acostamos a las diez y
tardé en dormirme enredada en la maraña de sensaciones que me provocaba el día
venidero. En mi universo interno padres y hermanos censuraban mi indecorosa
decisión, César reprobaba mi ligereza y Madi disfrutaba de un aparatoso
triunfo. Me repetí hasta el hartazgo que no era más que un entretenimiento y me
convencí a medias entrada la medianoche. Me desperté a las siete y aventé los
fantasmas nocturnos producto de mi superyó. Después de vestirme pasé a la
cocina y preparé café y tostadas para consentir a Elisa. Estaba disfrutando de
un pocillo de mi infusión preferida cuando se presentó en la estancia:
—¡Qué sorpresa, madrugadora!
—exclamó dándome un beso—. No esperaba este agasajo.
—Te lo debía —dije riendo—.
Tantas atenciones me están convirtiendo en una holgazana—. Pero ahora dame
detalles de la subasta —pedí con ansiedad.
—La reunión se hace en la sala
de actos del club. Hay un maestro de ceremonias que se encarga de presentar a
las participantes. Es probable que te pida decir unas palabras…
—¡No…! —exclamé,
interrumpiendo su exposición—. Me moriré de vergüenza. ¿Qué voy a decir?
—Oh… Cualquier cosa. Que estás
satisfecha de contribuir a una causa noble o algo por el estilo. Nadie espera
un discurso sesudo de una chica bonita —acotó risueña—. Bueno, a continuación
comienza la puja. Después de la adjudicación al mejor postor, la joven es
recibida al pie del proscenio por el ganador y se ubican en un sector exclusivo
a la espera del final de la subasta. A continuación se labra un acta notarial
para dejar constancia del monto y empleo de los fondos y se pasa al salón de
fiestas para cenar y terminar la noche. En cuanto a las parejas producto del
concurso, cada comprador elige el restaurante para compartir la velada con su
adquisición —resumió.
—¿Cuántas vamos a ser? —dije
inquieta.
—Diez —me contestó muy
tranquila.
—¿Y no puedo ser la última?
Así me voy fogueando… —rogué.
—¡Vamos, Nola! Que no se diga
que un puñado de pueblerinos intimida a una hija de la ciudad —argumentó
jocosa.
La pícara Elisa sabía como
manipularme. Como dije, yo no era pendenciera, pero tampoco rehuía los
desafíos. Me puse de pie y le pregunté:
—¿Qué hacemos de aquí a la
noche?
—Podríamos visitar a Julia
para responder a su invitación y sosegarla. Aunque no lo demuestre, mi
hermanita es tan ansiosa que tu presencia pondrá paños fríos a su impaciencia
—propuso.
Me pareció bien. Aún era
temprano para presentarnos en su casa, de modo que me dediqué a revisar mi
correo y responder la correspondencia atrasada. Partimos a las nueve y media
con un postre helado que insistí en llevar como obsequio. Manejé sin apremio,
disfrutando del paisaje y del cálido día soleado. Elisa miró el horizonte y comentó:
—Espero que no llueva esta
noche, nos fastidiaría la fiesta.
—El cielo está despejado
—acoté oteando el espacio—. No veo ninguna amenaza de tormenta. ¿Por qué lo
decís? —quise saber.
—Son sensaciones, Nola. Un
destello inapreciable, un vago aroma, muchas veces me anticipan la proximidad
de un temporal. Pero no siempre el mismo día. Es posible que ocurra mañana —me
tranquilizó.
A mí no me importaba demasiado
que lloviera. Tenía el auto, paraguas y el club estaba a pocas cuadras de la
casa de Elisa. Después estaríamos bajo techo. Esta reflexión me disparó la
imagen de mi casa adonde no había tenido la oportunidad de disfrutar de ninguna
tormenta. Esta manifestación de la Naturaleza me cautivaba, despertando en mi mente
ecos ancestrales donde el ser humano reverenciaba los fenómenos fuera de su
comprensión. Me detuve frente a la tranquera hasta ser reconocidas y franqueada
la entrada. Julia, como en la visita anterior, nos esperaba en la puerta.
—¡Bienvenidas! —exclamó antes
de abrazarnos y besarnos—. Nola —dijo apoyando las manos sobre mis hombros—,
¿aún no te arrepentiste?
Yo largué una carcajada y le
mostré mis palmas vacías:
—No traigo nada para
devolverte, así que el compromiso sigue en pie.
La confianza iluminó su rostro
y nos instó a pasar. Nos ubicamos en el saloncito adonde nos ofreció café y
algunos dulces caseros.
—Me dijo César de que vas a
empezar el profesorado de Filosofía. Desde ya te garantizo toda mi colaboración
amén de la bibliografía que te haga falta —manifestó con generosidad.
—¡Gracias, Julia! No
desaprovecharé semejante oferta —agradecí con calor.
Al mediodía nos trasladamos al
salón grande adonde ya estaba preparada la mesa y aguardamos la llegada de
Adolfo y sus hijos. Los dos mayores estaban casados, pero hoy compartían el
almuerzo paterno por razones de trabajo. Juan Manuel, el mayor, era veterinario
y se ocupaba del control de la hacienda; y Gastón, ingeniero agrónomo, del
cuidado de los cultivos. El marido de Julia me abrazó y besó como si nos
conociéramos de toda la vida y me presentó a sus primogénitos. Ambos combinaban
las características genéticas de ambos padres a diferencia de César que tenía
un rotundo parecido con su progenitor.
—¡Ah…! La encantadora Nola
—dijo Juan Manuel como si le hubieran hablado de mí—. Si te presentaras en la
subasta pujaría por vos.
—Alguna vez lo haré —aseguré
sin perder la calma y retribuyendo su beso—, y espero que recuerdes tus
palabras.
Se apartó riendo para que
Gastón me saludara y después nos sentamos a comer. El almuerzo transcurrió
armoniosamente, salpicado por las anécdotas de los hombres que buscaban
satisfacer mi curiosidad acerca de sus labores en la granja. A las tres y media
se despidieron los más jóvenes prometiendo a su madre asistir a la reunión.
—Tomemos el café afuera
—propuso Julia.
Adolfo y yo esperamos a las
hermanas en el jardín. Me recosté en el cómodo sillón relajada por la ingesta y
el pacífico ambiente. El padre de César me observaba en silencio y yo no sentía
la obligación de llenar ese vacío con palabras tal era el bienestar que me
embargaba. Antes de que volvieran las mujeres, me dijo:
—Ya he sido impuesto por mi
mujercita de tu participación en la subasta.
—¡Ah…! —exclamé como
sorprendida—. ¿Y a qué se debe ese privilegio?
—A que seré tu chofer
—sonrió—. ¿Cómo lo estás sobrellevando?
—Después de la amonestación de
Elisa, con espíritu ganador —declamé.
—¡Jajá! —barbotó divertido—.
Espero que su ímpetu no te haya ofendido. Es una buena mujer.
—Ya lo sé —hice un gesto de
consenso—. Entendí que su alegato pretendía alentarme. ¡Y por cierto que lo
hizo…! —reí—, así que esta noche presenciarás cómo se planta una mujer de la
ciudad.
—¡No me lo perdería por nada
del mundo, muchacha! —certificó con una risotada.
Interrumpimos la diversión
para beber el café y, poco después, Elisa y yo nos despedimos hasta la noche.
Ella insistió en que tomáramos una siesta para que yo luciera descansada, de la
cual nos levantamos a las seis. A partir de ese momento se convirtió en mi
asistente. No me permitió ninguna distracción, ni siquiera pasar a la cocina
para beber una infusión. Me la trajo al dormitorio precisando que no debía
perder la concentración, lo que me arrancó un comentario:
—Elisa, ¿interpreté que era un
remate en lugar de una corrida de toros? —consulté con cara de despistada.
Mi exabrupto la hizo
reaccionar. Se sentó al borde de la cama y nos reímos juntas. Deslicé el
vestido por mi cabeza y recurrí a su ayuda para cerrarlo en la espalda.
Descalza, el ruedo descansaba sobre el piso. Me puse las sandalias y adelanté
una pierna por vez para que asomaran por los tajos laterales. Después me
observé de cuerpo entero y admití que podía identificarme con esa imagen de
mujer atractiva y sensual que me devolvía el espejo. Completé el equipo con
algunos accesorios, cepillé mi pelo, me perfumé y me maquillé ligeramente. Me
volví hacia Elisa que había observado todo el ritual en silencio y le pregunté:
—¿Cómo me ves?
—Nadie te podrá igualar esta
noche —dijo embelesada.
—Ahora que has puesto mi
autoestima por las nubes, preparate vos que en un rato nos pasan a buscar —la movilicé.
A las ocho y media se
anunciaron Adolfo y Julia. Me eché un último vistazo y añoré la mirada
masculina que le daría significado a mi manifiesta femineidad.
XI
Los padres de César estaban
dialogando con Elisa cuando hice mi entrada. Adolfo se adelantó y me tomó de
las manos con gesto de aprobación.
—Lo declaro delante de
testigos —dijo enfático—: Esta noche me quedo con el premio mayor.
—Te quiero ver, tacaño. El
pueblo entero te ovacionará —dijo Julia riendo mientras venía a saludarme. Me
midió de pies a cabeza—: Estás preciosa, Nola. Confío en que la recaudación
será un éxito.
—No lo dudo —aventuré—. Porque
aquí hay un caballero que ya se comprometió.
No tardamos en salir. Recién
cuando subí al auto me enfrenté a la inminente concreción del desafío que había
aceptado. Un mes atrás mi única preocupación consistía en terminar mi casita y
encontrar alguna actividad rentable. Había hecho nuevos amigos, me había
insertado con naturalidad en un nuevo ambiente y ahora me sentía responsable de
que la escuela secundaria se levantara. Mi estómago empezó a cerrarse con la
amenaza de propagarse a la garganta. Respiré hondo y sentí la mano de Elisa
apretar la mía como si supiera lo necesitada que estaba de una transfusión de
confianza. Pensé lo bien que se sentiría un abrazo consolador de su sobrino y
me reí del intento de engañarme a mí misma porque yo anhelaba otro tipo de
abrazo. Accedimos al club por una entrada lateral que conducía a los vestuarios
detrás del escenario adonde esperaban varias de las participantes. Tuve un
recibimiento tan efusivo que me olvidé pronto de mis aprensiones. A las nueve
de la noche sólo faltaba Madi que hizo su entrada triunfal rebasada la hora de
presentación. Debo reconocer que estaba espléndida y que yo sólo la aventajaba
por ser novedad. Opuse una sonrisa a su gesto esquivo y la desconcerté con
alabanzas. Después de todo, pensé, estamos con un objetivo común. El jefe de
ceremonial nos reunió a todas y nos explicó lo que ya me había anticipado
Elisa. Nos arengó para que exhibiéramos una actitud positiva como si fuera
entrenador de un equipo deportivo, lo que liberó una risita nerviosa de mi
parte. Me disculpé con el pobre hombre que me miró molesto pensando, con
seguridad, que yo no era digna de ocupar el primer puesto. Después de la última
revisión, se abrió paso hacia el escenario y comenzó la ceremonia:
—Honorables residentes de
Rioseco, está por dar comienzo la decimonona subasta en beneficio de la
ampliación de la escuela primaria de la localidad. La reglamentación de la
misma les ha sido entregada y firmada por ustedes en prueba de conformidad.
Este año, entre las jóvenes de reconocida belleza que residen en esta
jurisdicción, contamos con la presencia de una flamante vecina que
generosamente nos brinda su colaboración: ¡la señorita Nola García! ¡Recíbanla
como se merece y demuéstrenlo en la puja!
El estruendo de aplausos y
silbidos me paralizó.
—¡Te toca salir! —dijo una de
las chicas empujándome hacia el frente.
Absorbí aire como para bucear
horas y caminé hacia los dos ayudantes que abrirían el cortinado para mi
aparición. Las muestras de entusiasmo se renovaron cuando me acerqué al
presentador. Por suerte la sala estaba apenas iluminada y los focos del borde
del tablado desdibujaban las facciones de los concurrentes.
—Nola, tal vez quieras dirigir
unas palabras a quienes participarán de la propuesta —dijo el animador
tendiéndome el micrófono.
Lo tomé un poco temblorosa,
mordisqueé el extremo de mi labio inferior como cuando estoy insegura y expuse:
—Hola a todos. Sé que están
acá porque todos guardan la ilusión de tener su escuela secundaria propia.
Aunque no comprenda bien por qué no constituyen un fondo comunitario con el
dinero que hoy apostarán, los invito a que honren con sus ofertas a quienes participamos
en la subasta. ¡Gracias! —cerré con una sonrisa y devolví el micrófono al
versátil maestro de ceremonias, entrenador y ahora martillero.
—¡Es hora de pujar! —gritó al
púbico.
—¡Dos mil pesos! —era la voz
de un jovenzuelo.
—¡Tres mil!
—¡Cinco mil! —reconocí la voz
de Adolfo y reí francamente.
—¡Siete mil! —¿será Juan
Manuel?, me pregunté.
El rematador azuzaba al
público con entusiasmo. Cuando Adolfo ofreció diez mil yo estaba satisfecha con
mi precio. ¡Dos computadoras!, aquilaté.
—¡Quince mil! —puse cara de
asombro y me esforcé por ver al postulante.
—¡Veinte mil! —Adolfo de
nuevo.
Yo estaba en las nubes. No
cualquiera puede comprobar lo que vale. Seguro que mi mamá diría “nena, te
conformás con tan poco… acordate de la película en la que ofrecían un millón de
dólares”. Pero estábamos en el mundo real y mi única obligación era
corresponder con una cena. La siguiente oferta me aceleró el pulso:
—¡Cincuenta mil!
Reconocería esa voz en medio
de cualquier cataclismo. Mi sonrisa divertida se fue desvaneciendo como las
voces del salón. El silencio fue un largo paréntesis que cerró el martillero al
grito de “¿quién da más?”. Contó hasta tres y me adjudicó a César. Yo no salía
de mi asombro porque nunca imaginé -aunque lo deseara- su presencia.
—Nola —dijo el hombre— ¿se
acercaría a la escalera para ser recibida por su comprador?
Todavía con el corazón
alborotado me deslicé hasta el borde del escenario. Al bajar el primer escalón
pude distinguirlo fuera del resplandor de los spots que bordeaban el proscenio.
Tomé la mano que me extendía y dije en voz baja:
—Estás loco…
—Sí. Por vos —asintió en el
mismo tono.
No sé si fue su declaración la
que me hizo perder el equilibrio o una hendidura en el escalón adonde se
enganchó un taco. Mi pie derecho quedó frenado y me precipité hacia delante con
un grito manoteando el único asidero cercano: el cuello de César. Él se inclinó
levemente y soltó mi extremidad para pasar sus brazos tras mi espalda y mis
rodillas. Resguardada sobre su pecho, apoyé mi frente contra su camisa:
—¡Dios mío, César! Nunca me
voy a reponer de esta humillación —gemí—. Bajame, por favor…
—No vas a caminar calzada en
un solo pie —me dijo—. Te llevo al sector de espera.
Yo imité al avestruz,
escondiendo la cara como si nadie pudiera verme. El rió suavemente y me
estrechó un poco más. Cuando se detuvo, me aflojé para que me depositara en una
de las butacas de la primera fila.
—El zapato, César —susurré.
Se volvió hacia la escalerilla
y volvió, para mi alivio, con la sandalia en una sola pieza. Se arrodilló para
calzármela y lo escuché decir:
—¿No es ésta la postura
adecuada para pedir tu mano? —levantó la cabeza y buscó mis ojos.
Exhalé una risa de sorpresa
que se silenció al escrutar su mirada anhelante. ¿Acaso no había soñado con
estar en sus brazos? Pero era un sueño personal que prescindía del deseo ajeno
que ahora, al manifestarse, me arrojaba a una realidad inexplorada. Mis
agarrotadas cuerdas vocales impedían cualquier respuesta que pudiera darle, de
modo que aparté la vista esperando algún suceso que me librara de contestarle.
La presencia de Madi sobre el escenario me rescató de la parálisis:
—¡Sentate! —demandé—. Continúa
el espectáculo.
Él se incorporó riendo, se
sentó a mi lado y me deslizó al oído:
—Tramposa…
Me concentré en el remate.
Madi pasó a valer cuarenta mil pesos y las otras participantes entre treinta y
treinta y cinco mil. Cuando terminó, se firmó el acta por los trescientos
cuarenta mil recaudados y su asignación. El aplauso de los presentes fue
prolongado, dando cuenta del éxito de la subasta. Nos levantamos y César me
ofreció su brazo para dirigirnos a la salida. La ceremonia contemplaba que las
parejas abandonaran el salón antes que los concurrentes quienes nos aplaudían
calurosamente a medida que desfilábamos. En la segunda fila se habían ubicado
todos los parientes de César, lo que me produjo un sofocón imaginando que
podrían haber escuchado su desvarío. Esperamos en la recepción a que se
desocupara la sala y los conocidos se unieran a nosotros. Las primeras en
llegar fueron las mujeres. Elisa y Julia me abrazaron al mismo tiempo:
—¡Nola! ¡Has superado todas
nuestras expectativas! —exclamó la madre de César premiándome con un beso.
—¡Pero si yo no puse la plata!
—reí.
—Pero propiciaste la apertura
de bolsa de todos estos agarrados —declaró convencida mientras tomaba del brazo
a su hijo menor—: ¿y tus principios adónde fueron a parar? —le preguntó con mordacidad.
Él la abrazó y le dio un beso
en la sien. También le dijo algo al oído que le granjeó un abrazo de Julia. En
tanto, Adolfo intentaba justificarse por no haber perseverado en la puja:
—Querida niña, mi intención
era llegar hasta el final si el alcornoque de mi hijo no se hubiera
interpuesto. ¿Podrás perdonarme? —dijo pesaroso.
—Puedo colocarme en su lugar,
caballero —le aseguré graciosamente.
—Sólo tu encanto podría poner
de cabeza a ese muchacho… —murmuró con un gesto de aprobación—. Vamos, Nola —me
instó haciéndose cargo de mi turbación—. Te presentaré al resto de la familia.
Caminé detrás de él rogando
que en mis mejillas se apagara el fuego que había encendido su apreciación.
Tanto la mujer de Juan Manuel como la de Gastón me recibieron con cordialidad y
bromearon acerca de la fragilidad de algunos dogmas masculinos ante una mujer
bonita. Nos reímos con cierta complicidad porque eran mis pares y hablaban sin
malicia. César soportó sus pullas con estoicismo cuando vino a buscarme para
seleccionar el restaurante de la cena.
—Quiero que comamos juntos,
Nola. Pero no quiero alejarme de la comisaría. ¿Qué te parece si cenamos acá y
nos sacudimos cuatro pares de ojos que vigilarán cada uno de nuestros
movimientos? —me propuso antes de dejar asentada nuestra elección.
—Me gusta este lugar —admití—.
Además ya me repuse del bochorno de la caída.
—¡Estupendo! —se alegró—.
Mientras comunico nuestra decisión, avisale a papá que nos quedamos en el club.
Fue una velada inolvidable.
Después de cenar agruparon las mesas para conformar una pista de baile al
costado de la cual se instaló una banda juvenil. Gina, la mujer de Juan Manuel
y Melina, la de Gastón, intentaron arrastrar sin éxito a sus hombres y se
conformaron conmigo. Yo ni siquiera hice el ensayo de invitar a César porque la
música estridente –a mi entender- no requiere pareja. Media hora después de
sacudirnos con distintos ritmos, mi comprador se unió al grupo. Reconozco que
se movía con cierta gracia entre la turbulencia del ruido que no permitía más
que intercambio de miradas. Una pieza después, los músicos se despidieron para
tomar un refrigerio. Yo me dispuse a volver a la mesa pero César me cortó la
retirada rodeándome la cintura con sus brazos. El mudo interrogante de mis ojos
se fusionó con las primeras notas de un tema de Chico Novarro. Me reí mientras
me dejaba guiar por mi acompañante. La banda había sido reemplazada por un equipo
de sonido que difundía temas lentos y románticos. Varias parejas fueron
llenando la pista mientras adecuaban las luces al nuevo ritmo. Nos movíamos
lentamente, concientes de la cercanía de nuestros cuerpos. La incipiente barba
de César raspaba mi mejilla y su aliento entibiaba mi pelo. Mi brazo izquierdo
descansó sobre su hombro y su mano
sostuvo mi diestra contra su pecho. Sentí el calor de su palma apoyada sobre mi
cintura descubierta y una ola de sensualidad me invadió al imaginar su tacto
sobre mi piel. Me aflojé contra él, desfallecida por la intuición de una
ardiente intimidad. Mi abandono lo sacudió. Su brazo me ciñó con más fuerza y
separó su rostro para encadenar su mirada a la mía. Ante la inminencia del
beso, recliné la frente sobre su torso.
—Nola… —murmuró con voz
estrangulada posando sus labios sobre mi cabeza.
—Volvamos a la mesa —balbuceé
contra su corazón.
Él respiró hondo y produjo una
risa apagada.
—Apenas me vea decoroso —dijo
apartándose.
Yo no necesitaba aclaraciones
porque había percibido la metamorfosis de su cuerpo pegado al mío. La distancia
me posibilitó compartir su trance con una sonrisa traviesa.
—No me mires así que voy a
perder la poca cordura que me queda —me advirtió entre dientes.
Me atajó después de varios
giros extravagantes y me escoltó hasta la mesa adonde sólo quedaba Elisa.
—¿Se cansaron de bailar? —la
pregunta iba dirigida a César.
El timbre del celular le
ahorró la respuesta.
—Sí Alonso. Estoy yendo —se
volvió hacia nosotras—: El deber me llama —me miró con ansiedad contenida—: ¿Te
paso a buscar, Nola?
—Sí. Mañana como quedamos —le
dije sin atender al reclamo de sus ojos.
Por un momento se quedó
inmóvil y en silencio. Después asintió con un gesto.
—¿A las diez? —dijo.
—Estaré lista —contesté.
Dio la vuelta y se fue. Elisa
y yo nos quedamos observando a los bailarines y disfrutando de la música. La
pausa terminó con la llegada de los miembros de la familia.
—¿César se fue? —preguntó
Julia.
—Lo llamaron de la comisaría
—contestó su hermana—. Nola y yo nos vamos porque mañana le toca la mudanza y
debe madrugar —informó.
La decisión inconsulta no me
molestó porque la tensión acumulada durante el día me estaba cobrando tributo.
Suspiraba por una cama para dormir como antes la había codiciado con César.
Adolfo y Julia nos llevaron a casa de Elisa y se brindaron para colaborar con
el traslado. Les agradecí y les aclaré que sólo debía transportar una valija. A
las dos de la mañana me di una ducha relajante y media hora después estaba
profundamente dormida.
XII
Me desperté a las nueve con la
alarma del celular. Junté mis cosas, las acomodé en la maleta y busqué a Elisa
con la intención de invitarla a desayunar. Ella me esperaba en la cocina con el
café preparado.
—¡Buen día! —saludé con una
sonrisa y un beso.
—¡Buen día, querida!
¿Descansaste? —preguntó mientras me estiraba un pocillo.
—Sin sobresaltos —aseguré—. Ya
tengo el equipaje listo.
—No hemos tenido tiempo de
comentar la fiesta de anoche —consideró, ignorando mi comentario.
—Entendí que fue una excelente
recaudación —dije.
Elisa sonrió y me observó con
tolerancia. Su mirada anticipaba el tenor de la conversación. Me preparé una
tostada en silencio concediéndole la competencia del asunto a tratar.
—Fue un éxito —asintió al
cabo—, aunque no esperaba que el detonante fuera el más acérrimo detractor de
la competencia —hizo una pausa—. ¿Te sorprendió?
—Tanto como a vos —asentí.
—Elaboré las más disparatadas
teorías para explicar su conducta —continuó—, y me quedé con la más elemental:
está enamorado de vos —lo explicitó por si yo no lo entendía.
—Te estás anticipando a
definir lo que siente. Podrías decir que le gusto, que me desea, pero no que me
ama —alegué cautelosa.
—Me voy a reservar mi opinión
porque la tozudez es sinónimo de fundamentalismo —dijo con placidez—, pero vos
¿qué sentís por él?
¿Cómo confesarle a la tía de
un hombre, con la cual compartía un nexo amistoso, que había delirado por sus
caricias? Tenía muchas cosas que replantearme con respecto a César antes de
dejarme arrastrar por mis impulsos. Fui tan veraz como me lo pude permitir:
—Me atrae tanto que no puedo
discernir lo que siento. Y no quiero equivocarme Elisa, por mí y por él… —mi
voz sonó desvalida.
—¡Oh, Nola! —dijo conmovida—.
¿Por qué no te permitís ser más espontánea? Cuando un hombre y una mujer se gustan
los razonamientos sobran. ¿Acaso nunca concretaste una relación?
La miré molesta. No iría a
pensar que aún era virgen…
—¡Por supuesto que sí!
—exclamé ceñuda.
—¿Y qué te detiene con César?
—dijo inflexible.
—¡Que me perturba, que es tu
sobrino, que no quiero dañarlo ni salir dañada, que me gusta este lugar para
vivir, que simpatizo con tu familia y que no deseo malograrlo! —terminé sin
aliento.
Elisa se levantó de un salto y
me abrazó. Suspiré sobre su cálido pecho mientras escuchaba sus palabras confortantes:
—¡Te entiendo, te entiendo,
querida…! Perdoná a esta vieja metida pero bienintencionada. ¿Cómo puedo
ayudarte? —dijo ansiosa.
—¡Venite conmigo este fin de
semana! —supliqué—. A solas con César podría olvidar todos mis escrúpulos, pero
tu presencia contribuirá a que recupere la sensatez.
—Y a que pierda un sobrino
—acotó de buen humor.
—No digas eso… —me quejé
suavemente.
El timbre de la calle nos
sobresaltó. El reloj colgado en la pared marcaba las diez, hora fijada por
César para venir a buscarme. Elisa salió a recibirlo y regresó rodeada por el
brazo de su sobrino. Él sonreía con afecto escuchando las palabras de su tía y
detuvo la mirada en mí antes de saludarme:
—Buen día, Nola. ¿Preparada?
—Yo sí. Pero deberemos esperar
a que Elisa arme su bolso —dije—. Es mi invitada del fin de semana.
César no perdió la sonrisa
aunque expresó su desconcierto con una pregunta:
—¿Y cuándo lo decidieron?
—Anoche —mentí sin recato.
Elisa agachó la cabeza y
anunció que se iba a preparar. Abrí la cartera y saqué una libreta y un
bolígrafo. Me concentré en la lista de compras que pensaba acercar al almacén
antes de irnos aparentando ignorar la sólida presencia de César, quien mantuvo
silencio frente a mi descortés actitud. Cuando terminé, levanté la vista y me
topé con su arrogante figura cruzada de brazos y el rictus divertido que
curvaba sus labios.
—¿Hay algo en mí que te cause
gracia? —dije sin poder contener mi carácter.
Se acodó sobre la mesa y me
desafió con la mirada:
—Que seguís siendo una
tramposa —puntualizó sin abandonar la sonrisa.
Me tragué la airada respuesta
porque su tía estaba entrando en la estancia y, muy a mi pesar, debía reconocer
que tenía razón. Arranqué la hoja de la libreta y les anuncié:
—Antes de irnos le voy a dejar
el pedido a doña Lucía —hice ademán de levantar la valija pero César se
adelantó.
—Yo la cargo —dijo—. Vos llevá
la lista al almacén.
Cuando volví ya estaban Elisa
y Sombra acomodados en el asiento trasero de modo que subí al lado del
conductor. El perrazo apoyó la cabeza sobre mi hombro y me dedicó varios
lengüetazos de cariño para huir de los cuales tuve que reclinarme sobre César.
Él rió bajito y dijo quedamente:
—Buen perro…
Elisa lo apartó y yo me
enderecé no antes de dirigirle una mirada de reconvención a su sobrino. Desde
su posición aventajada, me devolvió un guiño burlón y arrancó el auto. Un aire
tibio entraba por la ventanilla a medio cerrar y el firmamento estaba libre de
nubes, por lo que me sorprendió el comentario de mi amiga:
—Hoy tendremos tormenta
—aseveró.
—Pero el cielo está despejado…
—alegué, repitiendo la misma expresión del día anterior.
—Si la tía anuncia lluvia salí
con paraguas aunque brille el sol —rió César—. Nunca se equivoca.
—Ayer era una sensación
imprecisa —agregó ella—, pero seguro que de hoy no pasa.
Yo escudriñé la bóveda azul
sin poder descubrir los indicios que distinguía Elisa. De cualquier manera, me
dije, la casa nos daría cobijo y sería la oportunidad de experimentar en mi
hábitat el primer contacto con un temporal. Lo primero que me impactó fue la
reja perimetral que encerraba la propiedad. César estacionó el coche y abrió el
portón manipulando un control remoto. Hasta que bajamos, no pude exteriorizar
mi asombro:
—¡Cesar! ¿Hiciste colocar una
reja? —lo miré extasiada.
Él me contempló con tanto
deleite que me congratulé de la presencia de su tía, porque de estar solos
hubiera acabado en sus brazos. Una leve sonrisa curvó sus labios acompañando el
imperceptible gesto de aquiescencia ante mi latente abdicación.
—Es una compensación extra para
que nadie desconozca los límites de tu casa —dijo al fin—. Y ahora recorré el
resto para ver si falta algo —me tendió la llave.
—¡Qué lindo chalet, Nola!
—alabó Elisa que había asistido en silencio al intercambio entre César y yo—.
No parece haber sufrido ningún daño.
—Debo reconocer que es mérito
de tu sobrino que no descuidó ningún detalle — concedí lealmente.
Entré al amplio recinto de la
planta baja y subí la escalera hasta dar con la puerta del dormitorio que ya no
tenía vestigios de la violencia a que había sido sometida. Todo estaba reparado
y en su lugar. Bajé los últimos escalones de un salto y le dediqué mi mejor
sonrisa al comisario:
—¡Todo en orden! —exclamé
satisfecha.
—Muy bien —celebró—. Hasta que
te traigan las provisiones, en la alacena hay café, mate y galletitas y en la
heladera algunas bebidas. Este es el control remoto del portón —me lo entregó—.
Si no me necesitás, vuelvo a la comisaría.
—Creo que no abusaré más de tu
tiempo. Elisa y yo estaremos muy bien —afirmé.
Salimos juntos al patio
delantero adonde estaba su tía inspeccionando mis plantas. Sombra estaba
tendido al lado del auto y se incorporó al vernos llegar. César, antes de
subir, le hizo un ademán y el perro volvió a echarse.
—¿No te lo llevás?
—interrogué.
—Te lo dejo en préstamo
—sonrió—. Anotá el número de mi celular por si surge una emergencia —me lo
dictó y yo lo agendé.
Elisa se acercó a saludarlo y
él, cuando puso en marcha el vehículo, nos recomendó:
—Cuídense.
Lo observamos en silencio
hasta que tomó la curva que desembocaba en la ruta. Su ausencia me provocó una
sensación de melancolía como si el espacio vacío que quedaba tras él fuera una
brecha para que ingresara la tristeza. La mirada perspicaz de Elisa me hizo
reaccionar. La tomé del brazo y la arrastré hacia la casa:
—¿Mate o café? —le dije entre
risas.
XIII
Fue mate en el patio. Saqué la
mesa de hierro y dos sillones del cuarto de cachivaches –como lo llamaba Grego-
y nos pusimos a matear al aire libre. Sombra se acercó para hacernos compañía y
lo convidamos con unas galletitas.
—¡Ay, Elisa! —dije
contrariada—. No sé si queda alimento para Sombra… —Caí en la cuenta de que me
había confiado tanto a los cuidados de César que ni siquiera volví a pensar en
mi vehículo estacionado frente a la casa de su tía—. Y no tengo el auto… —me
lamenté.
—Llamalo a César —me aconsejó
la criteriosa Elisa.
—No lo voy a molestar por eso.
Adonde voy a llamar es al almacén para que agreguen al pedido una bolsa de
alimento balanceado—dije con más criterio.
Hacia el mediodía algunas
nubes atenuaban el resplandor solar. Cuando llegó el repartidor el firmamento
se había agrisado. Acomodé los víveres y le puse una buena ración de comida a
Sombra que no tardó en devorar. Para Elisa y para mí, preparé unas presas de
pollo al horno con papas y una ensalada verde. A las dos de la tarde estábamos
almorzando. Afuera, el viento se revolcaba entre las plantas como un pequeño
felino.
—Voy a tener que dar crédito a
tu talento meteorológico —le dije a Elisa—. Esta mañana hubiese apostado a que
tendríamos un día límpido.
—Por las características,
puede ser una tormenta con mucha lluvia y viento. Pero tu casita es muy sólida
—afirmó con tranquilidad—. De no ser así, César nos habría impedido quedarnos.
—Mmm… —dije—. ¿Siempre es tan drástico?
Mi tonito sobrador la hizo
reír. Se reclinó sobre el respaldo de la silla, levantó la copa de vino y la
contempló al trasluz. Me contestó después de ingerir un trago:
—Es un hombre que cuida lo que
quiere, Nola. Como lo hizo su abuelo… —alguna evocación suavizó sus facciones.
—¿Te referís al padre de
Adolfo? —pregunté.
—Al mismo —asintió—. Sin él
otro hubiera sido nuestro destino. Fue un gran amigo de mi padre y luchó por
nosotras como si fuéramos de su sangre. Sabiendo que nuestros parientes sólo se
acercaban por interés, los distrajo hasta que cumplí dieciocho años y estuve en
condiciones de disponer de la herencia. Yo le firmé un poder para que se
hiciera cargo de la hacienda y manejó las cosas con tanta habilidad que
acrecentó nuestros bienes. Enfermó poco después de que naciera César y murió
cuando su nieto tenía tres años —se levantó y fue a buscar su bolso. Sacó la
billetera y me mostró una foto—: ¿Quién dirías que es? —me interrogó.
El rostro que me observaba
desde su inmovilidad monocromática tanto se parecía a Adolfo como a César.
Adiviné por la antigüedad del retrato:
—El abuelo de César. ¿Cómo se
llamaba? —quise saber.
Elisa acarició la imagen con
la mirada antes de volverla a su lugar. Su voz tembló al responderme:
—Juan Manuel…
—¿Estabas enamorada de él?
—arriesgué atendiendo a una disparatada intuición.
Ella me miró como si regresara
de lejos y yo esperé con calma la respuesta que preveía.
—Tu imaginación no tiene
límites, ¿eh? —dijo sonriendo—. A nadie se le habría ocurrido semejante
extravío. Él tenía cincuenta y tres años y yo diecisiete, me había visto crecer
y estaba casado felizmente —hizo una pausa esperando, tal vez, que me
desdijera. Pero yo estaba cada vez más segura de mi corazonada. La miré sin
perturbarme.
—Me enamoré, sí —reconoció con
un suspiro—, y es la primera vez que lo digo en voz alta. Podría haberme fijado
en Adolfo, que tan parecido era a su padre, pero el amor no entiende de
impedimentos. Lo quise a él, por su hombría y su bondad.
—¿Nunca…? —aventuré, dejando
inconclusa la pregunta que ella comprendió.
—Cuando cumplí veinticuatro
años la pasión me agobiaba. Hasta me atreví a soñar que enviudaba y me
convertía en su mujer. Aunque no parezca, yo era muy atractiva y varios jóvenes
me pretendían. Una noche, después de una reunión en su casa adonde me excedí
con la bebida, me llevó hasta la mía. Julia se quedó porque tenía programada
una cabalgata con Adolfo al otro día. Juan Manuel me preguntó por qué había
rehusado bailar con un pretendiente siendo que se lo consideraba el mejor
partido de la localidad. Y no pude más, Nola. Le confesé mis sentimientos como
quien revela que padece una enfermedad mortal. El dolor y la vergüenza
estallaron en un mar de lágrimas que derramé entre sus brazos consoladores.
Cuando me calmé, me acompañó hasta dentro de la casa. Me hizo sentar y preparó
café para ambos. Después se acomodó enfrente de mí y bebió su café
despaciosamente…
Un fogonazo detuvo su
exposición. Enfrascada en su relato, yo no había advertido el avance de la
oscuridad. La tarde se había convertido en noche embozada en negros nubarrones
que perfilaban los relámpagos. Un formidable trueno nos sobresaltó. Me levanté
para encender las luces y le abrí la puerta a Sombra para que entrara. Volví al
lado de Elisa esperando que terminara su historia.
—Nunca voy a olvidar la
ternura de su mirada ni sus palabras: “Eli”, me dijo -así me llamaba de niña-,
“si tuviera treinta años menos y fuera libre, estaría enamorado de vos. Pero
cuando los tenía y, ni siquiera habías nacido, encontré una compañera para
caminar por la vida y formar una familia. No quiero que padezcas por lo que no
puede ser. Otro destino te aguarda, pequeña, y si alguna actitud mía te llevó a
pensar que podría ser algo más que un padre sustituto, te pido perdón”.
—Fue muy considerado de su
parte —dije ante la pausa de ella—. No te rechazó pero trató de que
reflexionaras acerca de hechos consumados. ¿Te aliviaron sus palabras?
—No. Pero lo oculté para
tranquilizarlo, porque supe que aunque me amara nunca lastimaría a su mujer ni
a sus hijos. Yo, simplemente, había aparecido tarde en su vida. Nunca más nos
referimos a esa conversación. Pasaron los años; Julia y Adolfo se casaron y
tuvieron sus hijos. Cuando Juan Manuel enfermó, visitaba su casa con frecuencia.
Poco antes de morir me pidió que confiara en Adolfo para que siguiera
administrando mi porción de la herencia. Él era así, Nola. Estaba por partir y
se preocupaba por los que quedábamos. La última vez que lo vi, estaba tan débil
que apenas hablaba. Presentí que era nuestro último contacto. La angustia me
impedía expresar cualquier palabra, de modo que sostuve su mano para que
sintiera que no estaba solo. De pronto me la apretó e intentó decir algo.
Acerqué mi oído a su boca tratando de captar sus palabras y escuché con
claridad lo que aún me atormenta: “Yo también te amo, Elisa. Ahora puedo
decirlo”. Después cerró los ojos y se durmió. Lo llamé llorando y a los gritos
hasta que su mujer entró a la habitación. Se acercó a la cama y le apoyó la
cabeza sobre el pecho. Cuando se levantó me abrazó y me dijo que me calmara,
que estaba durmiendo. ¿Te das cuenta, Nola? —dijo con voz quebrada—. Se reservó
lo que sentía hasta que fue demasiado tarde. Se llevó a la tumba mi posibilidad
de ser feliz.
-¡No! —le rebatí—. Te quiso a
vos y a su familia con generosidad. Podría haberte atado a su vida que estaba
declinando y abandonar a su mujer y sus hijos por una pasión extemporánea.
¿Pero qué consecuencias hubiese provocado su satisfacción personal? La
discordia entre vos y Julia, el fracaso de su relación con Adolfo, privarte de
un vínculo sin obstáculos, renegar de los principios que lo distinguían como
hombre de bien. ¿No era esa característica un motivo para que lo amaras? Pensá
Elisa… Resignó su placer individual por el bien común.
Ella me miró demudada y por un
momento pensé que se desplomaría. Antes de que me acercara, dijo conmovida:
—¡Ay, Nola! Si hubiera
escuchado tu sabia reflexión veinticinco años atrás me hubiese ahorrado el
desconsuelo de considerarlo un egoísta.
Creí oportuno aligerar el
momento con un comentario frívolo:
—Imposible, Eli. Todavía no
había nacido —dije abrazándola.
Nos apartamos cuando sonó el
teléfono. Camino a atenderlo, escuché sus palabras:
—Gracias, Nola. Me devolviste
la ilusión.
El que llamaba era César para
saber cómo afrontábamos la tormenta. Lo tranquilicé y lo pasé con su tía. Colgó
con una sonrisa.
—¿No es un tesoro? —afirmó más
que preguntó—. Ahora comprendo la madurez de Juan Manuel. Su decisión evitó la
disolución de la familia que culminó con la gestación de mi adorado sobrino.
Por él se justifican todas mis penurias —testificó radiante.
—Me alegro de que hayas
reivindicado la imagen interna del hombre que amaste —dije con alegría—, porque
todavía es tiempo de encontrar un compañero.
—Voy a cumplir sesenta y siete
años, Nola. Salvo que lo busque en un geriátrico… —bromeó.
—Nunca se sabe —porfié—. Vos
estate preparada.
Ella sonrió con languidez y se
acercó a los ventanales. Iluminé el patio donde apenas se vislumbraban las
plantas a través de la cortina de agua. El relampagueo había menguado pero la
lluvia nos obligaba a quedarnos dentro de la casa.
—¿Qué querés hacer? —le
pregunté a Elisa.
—Dormir la siestita —admitió.
Miré el reloj y comprobé que
eran las cuatro de la tarde. Teníamos un largo tirón hasta la noche y ella estaba
acostumbrada al pequeño descanso diurno.
—Aprobado —sonreí—, después de
que tomemos un café. Vos dormís y yo me pongo al día con la lectura.
Preparé la infusión y formulé
las últimas preguntas mientras la bebíamos:
—¿Alguna vez te relacionaste
con un hombre?
—¿Querés decir si tuve sexo?
—dijo sin eufemismos.
—Vos lo dijiste —reí.
—Después de la aclaración de
Juan Manuel intenté olvidarlo con otra compañía. No me arrojé a una vida
licenciosa pero tuve varios amoríos. Como buscaba su homólogo, no lo encontré.
Mi último intento me llevó a convivir con un sujeto fuera de Rioseco donde
supuse que sería posible olvidarlo, pero no funcionó. A los seis meses volví a
casa resignada a mi soledad. Experimenté el sexo sin emoción, como supongo que
se debe vivir con la persona que ames —me miró con curiosidad—. ¿Y cuál es tu
experiencia en este terreno?
Me tomó de sorpresa. Tuve que
convenir que mis vivencias fueron poco gratificantes.
—Casi como las tuyas. No me
motivaron para convertirme en una ninfómana —dije con una mueca.
Elisa largó una carcajada ante
mi salida. Se levantó y llevó los pocillos a la cocina. Volvió después de
lavarlos y me auguró:
—Estoy segura de que vas a
encontrar a quien te haga estremecer de pasión. Vos estate preparada —me
remedó.
Subimos al dormitorio de buen
ánimo y mientras ella dormía su siesta, yo terminé de leer una novela que había
empezado antes de venir al pueblo. La llamé a las cinco y media y como seguía
lloviendo jugamos a las cartas, escuchamos música, preparamos la cena y a las once
nos fuimos a acostar. A su pedido, le dejé mi lado junto a la ventana y, antes
de dormirme, evoqué la figura de César. En él había pensado al compás de los
temas románticos que había seleccionado Elisa y que me proyectaron a la noche
de la subasta. Sitiada por su recuerdo, me fui abandonando al sueño. Lo primero
que me despertó fue la oscilación de la cama. Estiré la mano hacia la lámpara
adosada al respaldo y presioné varias veces el interruptor en un vano intento
de encenderla. Después, el estruendo, el grito de Elisa, los objetos que me
golpearon y la lluvia.
XIV
Con un alarido, intenté
librarme del peso que me aprisionaba y despejar mi cuerpo de escombros. Sólo al
tacto reconocí que eran trozos de mampostería, y ramas y hojas mojadas por la
lluvia. Escuché gemir a Elisa débilmente y mientras la llamaba tanteé sobre la
mesa de luz hasta encontrar el celular. Enfoqué a mi compañera con la linterna
del teléfono y comprobé, aterrorizada, que tenía la cabeza en un charco de
sangre.
—¡Elisa! —me desesperé—.
¡Hablame, por favor!
—¿Cayó un rayo? —preguntó
laxamente.
—Lo que cayó fue el árbol
sobre la casa y rompió parte del tejado —le expliqué—. Voy a tratar de removerte
hacia este lado —dije tomándola por los brazos.
Tiré con cuidado hacia mí pero
me detuvo su exclamación de dolor.
—Debo tener algo roto, Nola… y
este peso me quita la respiración. Llamalo a César… —rogó.
Me comuniqué con él al tercer
intento tan torpes estaban mis dedos por la desesperación.
—¡Nola! —retumbó su voz
alarmada—. ¿Qué pasa?
—¡César…! —clamé—. ¡Te
necesitamos! ¡El árbol se desplomó contra el dormitorio y rompió el techo!
¡Elisa está herida y no la puedo sacar…! —sollocé.
—Calma, querida. Estaremos ahí
cuanto antes —aseguró con firmeza—. Y vos, ¿cómo estás?
—Bien. Apurate… —murmuré cuando
ya había cortado la comunicación.
Me concentré en Elisa y la
mantuve hablando hasta que escuché la sirena de la ambulancia. El estrépito de
vidrios rotos me indicó que los rescatistas habían ingresado a la casa.
—¡Nola! —voceó mi protector.
—¡Aquí! —grité alborozada—.
¡Ya llegaron, Elisa!
La luz de las potentes
linternas nos encegueció. César se inclinó sobre su tía y dio órdenes precisas
a los hombres que lo acompañaban.
—Después me voy a ocupar de
vos —me dijo mientras me confiaba al cuidado de Alonso quien insistió en que
abandonáramos la habitación para facilitar la tarea de salvamento.
—¡Está herida! —manifestó al
observar mi camisón manchado de sangre.
—¡Yo no, Jorge! Es de Elisa…
¡No sabía cómo frenarle la hemorragia! —dije acongojada.
Alonso me pasó un brazo por
los hombros y, en silencio, escuchamos las voces masculinas que pugnaban por
liberar a la mujer de su confinamiento. Sombra se había acurrucado a nuestros
pies y cada tanto me prodigaba un lengüetazo consolador. Vi bajar a dos hombres
que se apresuraron hacia la salida y entraron poco después con una camilla.
—¿Ya la sacaron? —pregunté
esperanzada.
Los sujetos ni me contestaron
en su presurosa carrera hacia la planta alta. Hice ademán de seguirlos pero el
subcomisario me frenó.
—Es mejor esperar aquí, Nola.
Ellos saben qué hacer y además está el comisario —me recordó.
No me podía borrar de la mente
la imagen de Elisa desangrándose. Lo que pretendía ser un fin de semana
despreocupado se había transformado en una tragedia. Si ella muriera o quedara
invalidada nunca podría conocer el designio que me ligaba a César. Deseché este
pensamiento por mezquino, al centrarse más en mi persona que en la de la
víctima del siniestro. Las voces acercándose me indicaron que los hombres
bajaban. Entre cuatro la mantuvieron en posición horizontal hasta el término de
la escalera. Me acerqué con el corazón desbocado por la angustia. Estaba pálida
y le habían practicado un vendaje en la cabeza.
—Elisa… —la llamé con la voz
quebrantada por el miedo.
Entreabrió los ojos y me
dedicó una sonrisa fatigada. Una mano vigorosa se apoyó en mi hombro y ella
alcanzó a decir antes de que llevaran la camilla hacia la puerta:
—Cuidala, César.
Los enfermeros la cubrieron
con una manta para protegerla de la lluvia hasta llegar a la ambulancia que
esperaba en la entrada. Me incorporé ayudada por César y me lancé hacia el
exterior.
—¿Adónde vas? —dijo
conteniendo mi corrida.
—Quiero acompañarla —declaré
con firmeza.
—No en camisón y descalza. Hay
vidrios rotos por todos lados y te vas a empapar —señaló con autoridad.
Volví la cabeza hacia la
puerta y en una fracción de segundo comprobé que delante de la abertura no
había esquirlas y que habían terminado de subir la camilla a la ambulancia. Me
desasí de un tirón y troté hacia la salida perseguida por el grito de sorpresa
de César. Me alcanzó cuando intentaba trepar a la parte trasera del vehículo.
Lo desafié con la vista y el gesto hasta que me tomó por la cintura y me izó
para ser recibida por las manos del enfermero. Se despojó de la campera y me la
tendió.
—Abrigate —dijo—. Faltaría que
te enfermaras.
Me la puse antes de sentarme
al costado de su tía. Lo miré mientras cerraba la puerta y le sonreí
agradecida. El furgón arrancó y se dirigió a velocidad moderada hasta la
clínica central del pueblo según me explicó el paramédico. Era joven y
agradable y trató de tranquilizarme con respecto a Elisa. Yo la veía tan
exangüe que de poco sirvieron sus palabras. Cuando estacionamos en la rampa de
acceso al sanatorio, César ya estaba para asistirme. Nos apartamos para que
sacaran la camilla y él no hizo ningún intento de sujetarme cuando corrí a la
par de los médicos. Sabía que me detendrían a la entrada del quirófano. Allí
quedé, afligida y asimilando el estado deplorable en que me encontraba. Me
crucé la campera sobre el pecho y me acomodé en un sillón recogiendo las
piernas sobre el asiento. Tenía los pies salpicados de barro y helados, y la
fatiga me sacudió hasta hacerme tiritar. Esto no hubiera pasado si yo no le
hubiese pedido que me acompañara, pensé. ¿Y todo por qué? Porque no me animaba
a lidiar con mis sentimientos. Busqué protección y vaya si la encontré. Me
salvó de morir en soledad aplastada por un árbol. Y ahora la que estaba en
peligro era la tía del hombre a quien podría amar y al cual no me permitiría
ocultarle mi cobardía si a ella le pasaba algo grave. El sentimiento de
fatalidad me embargó como si hubiera ocurrido lo inevitable. Apreté los ojos
intentando contener las lágrimas lo que me impidió registrar la llegada de
César hasta que se sentó a mi lado. Lo miré tan abatida que me envolvió entre
sus brazos con rudeza. Contra su pecho lloré mi aflicción y me culpé del
accidente que había lesionado a su tía.
—¿Cómo se te ocurre, criatura?
—dijo arrebatado—. Fue un hecho fortuito que nadie podía anticipar.
—¡Sí…! —sollocé—. ¡Pero yo
insistí en que me acompañara…!
—Bueno, bueno… —me acarició la
cabeza y murmuró junto a mi sien—: ya vas a ver que no tiene nada serio y que
se va a reponer.
Levanté la cara que tenía
sepultada sobre su torso y dije con voz temblorosa:
—¿Me lo jurás?
Despejó con delicadeza los
mechones pegados a mi rostro y dijo quedamente:
—Casi, bonita. La tía es un
hueso duro de roer —y refrendó su cuasi promesa con un tierno beso.
Más calmada, me volví a
reclinar contra su cuerpo. Escuché el impetuoso latido de su corazón reteniendo
en mis labios el sabor de los suyos. La puerta del quirófano se abrió y un
médico avanzó hacia nosotros. César se levantó y acortó la distancia. Yo quedé inmovilizada,
extraviada entre la esperanza y el pesimismo. Me obligué a salir de la
parálisis para acercarme a los hombres y mi cara debió mostrar mi confusión con
tanta nitidez, que el profesional se sintió impulsado a serenarme. César me
ciñó a su costado mientras el médico repetía el diagnóstico:
—La señora Elisa está
compensada. El daño más importante es la fractura del brazo y la sexta y
séptima costillas del lado izquierdo. Llevará al menos cinco semanas reponerse
de estas lesiones. En cuanto a la herida del cráneo, no pasó del cuero
cabelludo que al estar tan irrigado impresionó como más grave. Las radiografías
y sus respuestas descartan una conmoción cerebral —nos miró complacido y
anunció—: ahora será trasladada a una habitación para tenerla en observación
hasta mañana. Amenazó irse si la dejamos en terapia —casi cuchicheó—. Pueden
esperarla en el cuarto número nueve al final del pasillo —le palmeó el brazo a
mi compañero, me hizo una reverencia y volvió al quirófano.
—¿Este médico es de confiar?
—le pregunté a César con una mueca de recelo.
—Josema es un ex alumno de mi
tía y calculo que ella todavía lo debe considerar como el chiquillo que tuvo en
la primaria —comentó riendo—, pero es un excelente clínico. —Miró mis pies y
meneó la cabeza—: no podés seguir descalza. Voy a pedirte al menos unas botas
de cirugía. Esperame en el sillón, Cenicienta —me guió hasta allí y volteó
hacia la puerta que rezaba “Prohibido pasar”. Josema mismo le alcanzó el
precario calzado y, como en la kermés, se inclinó para atármelos.
—¿Los ajusté bien? —inquirió
cuando me levanté.
—Perfecto. Les falta la suela
pero protegen los pies —dije agradecida—. ¿Vamos a recibir a Elisa?
La habitación número nueve
tenía un recibidor amoblado con dos sillones simples y otro doble que se
transformaba en cama para el acompañante. Detrás de la mampara translúcida
estaba la habitación propiamente dicha equipada con un plasma, aire
acondicionado y un amplio ventanal con vista a un jardín interno. Nos
acomodamos en los sillones sintiéndome tan lejos de la mujer que lo había seducido
en la subasta que evité mirarlo para no verme reflejada en sus ojos.
—¿Qué pasa Nola? —dijo,
intuitivo, inclinándose hacia mí.
—Que me siento fatal —murmuré.
—Contame —pidió con suavidad.
¿Qué le iba a contar? ¿Que
deploraba verme sucia y desaliñada, que me desconsoló pensar que las
consecuencias del accidente podían separarnos? Me escabullí con una necedad:
—Siento que mi casa quiere
expulsarme —dije.
—No lo dirás en serio…
—observó él con una mueca entre divertida y atónita.
—Bueno —me defendí—. ¿No es
llamativa la acumulación de sucesos infortunados?
No alcanzó a refutarme porque
un rumor de pasos y de voces desvió nuestra atención hacia la puerta abierta.
Dos enfermeras se acercaban impulsando la camilla que trasladaba a su tía. Me
levanté de un salto y la tranquilidad me inundó al ver su rostro sonriente y
con los colores recuperados.
—Elisa… Qué desastre de invitación, ¿no? —dije cabizbaja.
—Está todo bien, querida. Ha
sido una desgracia con suerte. Pero vos tendrías que estar descansando si César
tuviera dos dedos de frente —lo miró regañona.
—Veo que estás recuperada, tía
—dijo él haciéndole un arrumaco— pero esta porfiada no se hubiera ido sin antes
verte.
—¡Y ahora tampoco! —protesté—.
Yo me quedo con Elisa.
—¡De ninguna manera, Nola!
Aquí hay gente idónea que atenderá cualquier cosa que necesite —aseguró ella —.
Aunque con tantos calmantes, presumo que dormiré toda la noche —bostezó.
Las enfermeras nos pidieron
que nos retiráramos para reubicarla en la cama. La descarga de adrenalina que
me mantenía en pie había decrecido ante la mejoría de Elisa y el transcurso del
tiempo. Me acurruqué en uno de los sillones y apenas si escuché la llegada de
Julia y Adolfo. Creo recordar que me abrazaron y el lejano murmullo de sus
voces mezcladas con la de César. Sin resistir, me sumergí en una confortable
tiniebla.
XV
Abrí los ojos a un paisaje
desconocido. La lámpara colgaba de un techo sin declive y desde la ventana sólo
veía caer la lluvia sobre el vacío. Estaba tan descansada que no tardé en
despabilarme. No estaba en la clínica porque dudaba de que tuvieran camas de
dos plazas. Me senté en el amplio lecho y comprobé que aún llevaba puesto el
manchado camisón y las botas del hospital. Mi pelo seguía apelmazado por el
polvillo parte del cual se había depositado sobre la delicada ropa de cama.
Anhelaba darme una ducha pero primero tenía que averiguar adonde me hallaba.
Mis ojos tropezaron con una hoja escrita sobre la mesa de luz: “Hola, Bella
Durmiente. No consideré oportuno despertarte dado tu plácido descanso. Son las
dos de la tarde y me vuelvo a la comisaría. Elisa está bien y espero que me
llames cuando te recobres. César”. No me asombré. A mi casa no podía volver y
su gesto de brindarme refugio me produjo un agradable cosquilleo. Tomé mi
celular que había dejado al lado de la nota y lo llamé:
—No me diste la oportunidad de
revivirte con un beso —fue su saludo.
—Más te valdría resucitar al
espantapájaros de la quinta —reí—. Debe estar más presentable que yo. A
propósito, deseo darme el baño más largo de mi vida. ¿Tendrás alguna prenda
limpia que pueda usar?
—En el placar hay dos bolsos
con tus pertenencias. Espero haber hecho una selección a tu gusto. Después de
que estés lista, dejé algunos víveres en la cocina por si tenés hambre. Y si
querés ver a mi tía, llamame para que te pase a buscar. ¿Estás bien? —preguntó
con voz tierna.
—Voy a estar estupenda cuando
remueva los residuos que me cubren —dije optimista.
—No me caben dudas… —murmuró—.
Llamame, Nola —demandó antes de cortar la comunicación.
—Sí. Chau, César —me despedí.
Abrí los bolsos y me
sorprendió la acertada elección de ropa, calzado y cosméticos que había hecho.
Por lo visto, pensaba alojarme varios días. Su pretensión, lejos de
disgustarme, me excitó. Después de librar a mi pelo y mi piel de impurezas, me
sequé delante del espejo del antebaño adonde observé los múltiples rasguños
producto de la colisión con el árbol. Me unté con crema humectante, me perfumé
y me vestí sintiéndome renacer. Pasé por la cocina y comí algunos bocadillos
acompañados por una taza de café. Consulté el reloj que marcaba las seis y
llamé al comisario.
—Nola… —dijo como una caricia.
—Quiero visitar a Elisa. ¿Me
venís a buscar? —le pedí sin apremio.
—En quince minutos termino un
trámite y paso por vos —declaró—. ¿Comiste algo?
—Sí. Gracias por atender todos
los detalles. Te espero —dije, y di por terminada la llamada.
Entretanto recorrí el
departamento y constaté que ya conocía todos los ambientes salvo la sala de
ingreso. No tiene más que un dormitorio, pensé. ¿Dormiría en la sala? Me acordé
de las sábanas sucias y las saqué de la cama. Me acerqué a la ventana que
exhibía el mismo horizonte lluvioso de las dos horas anteriores y un cielo
tempranamente oscurecido por la tormenta. Mi casa estará inundada me dije con
extraña resignación. Intenté recordar cuánto hacía que me había instalado en
Rioseco y las múltiples peripecias que atravesé transformaron los dos meses en
doce. Sí, un año parecía razonable para tener la casa destruida, haber sido la
figura principal de una subasta, conectarme con personas encantadoras,
descubrir mi vocación, ser la confidente de una historia de amor imposible y
-¿no estaba eludiendo lo principal?- encontrar al hombre que, al decir de
Elisa, me hiciera estremecer de pasión. También me había depurado de muchos
convencionalismos que, a mi juicio, me favorecían humanamente. Así que ¿por qué
ser tan timorata? Como dice la canción: “Será lo que deba ser”.
Veinte minutos después de la
llamada, César asomó por el departamento. Me miró enajenado. Yo me dejé
contemplar sin vanidad y juzgué oportuno hacer un comentario vulgar para
suspender su éxtasis:
—Soy yo, comisario, despojada
de mi capullo de mugre. Ahora estoy en condiciones de visitar a una enferma sin
provocarle una infección extra hospitalaria.
—Vos sabés que me gustás de
cualquier manera —dijo recobrando la compostura—. ¿Lista para salir?
Afuera la calle estaba
desierta. Era un barrio de casas y edificios bajos, de no más de dos pisos, con
veredas anchas y arboladas y franjas de césped con macizos floridos. Recién ahí
descubrí que no recordaba cómo había llegado al departamento. En el auto, se lo
pregunté:
—¿Vos me trajiste hasta tu
casa?
—Ajá — confirmó.
—¿Solo? —insistí.
—¿Te parece que para cargarte
necesitaba ayuda? —dijo socarrón.
—Bueno, —me ofendí— dada mi
falta de colaboración, supongo que no me habrás arrojado al suelo cuando
tuviste que abrir las puertas.
No me contestó enseguida.
Detuvo el vehículo y después dijo sin mirarme:
—¿Sabés que cuando te enojás y
te ponés impertinente me dan ganas de comerte a besos?
Su tono contenido sonó más
como una declaración de amor que como una amenaza. Sentí que se me erizaba la
piel y desfallecí ante la certeza de su avidez. Se inclinó hacia mí para
enfocarme con los ojos colmados de pasión y concretar el beso largamente
postergado. Cerré los ojos y me abandoné a los brazos que me buscaban y al
contacto de sus labios. Atrapó suavemente mi labio superior para avanzar hacia
el interior de mi boca que se abrió para recibir la caricia de su lengua. Nos
enredamos en un mudo y ardiente diálogo que nos dejó temblando y sin aliento.
Recuperé la respiración apretujada contra su resonante corazón que no era más
que el eco del mío. La certeza del deseo compartido me hizo perder el
discernimiento y me abracé a él consumida por las ansias de pertenecerle. Por
un momento lo arrastré en mi desenfreno entregada como estaba a sus caricias
hasta que contuve el avance de su mano bajo la cintura de mi jean. Se
interrumpió con un gemido y me sostuvo contra sí hasta serenarse.
—Te dije que estaba loco por
vos, Nola… —musitó sobre mi boca—. Pero sueño con seducirte sin prisa,
prolongando el portento de tenerte —me besó con dulzura—. No quiero que te
arrepientas de amarme.
Le sonreí y lo besé en la
mejilla antes de enderezarme en el asiento. Me acomodé la ropa bajo su mirada
atenta y cuando ninguna huella quedaba del arrebato, lo insté:
—Vamos a visitar a Elisa.
Acarició mi rostro, puso un
beso sobre mi palma y arrancó. Llegamos a la clínica pasadas las siete. Ella
estaba recostada sobre varias almohadas y charlando con su hermana. Saludamos a
Julia y después nos acercamos a la cama:
—¡Estás hermosa, querida!
—exclamó. Y en voz más baja—: Veo que mi sobrino ha hecho un buen trabajo…
—Todavía no empecé, presumida
—le dijo él en el mismo tono mientras me ofrendaba una sonrisa.
Yo me puse tontamente colorada
y me interesé por el estado de la convaleciente:
—¿Pudiste descansar?
—Hasta entrada la mañana.
Julia no les permitió que me despertaran para el desayuno. Si no hay
complicaciones, mañana o pasado me darán el alta —dijo esperanzada.
El celular de César
interrumpió mi respuesta. Lo cerró y anunció que tenía que llegarse a la
comisaría.
—Paso a buscarte, Nola —afirmó
entre decidido y expectante.
—Aquí estaré —ratifiqué,
cancelando sus dudas.
Una sonrisa ilusionada le
iluminó el rostro. Me envolvió en una mirada elocuente, besó a su tía, a su
madre y se fue silbando. Las mujeres intercambiaron una mirada y se echaron a
reír.
—Nunca lo ví tan expresivo a
César —dijo su mamá.
Yo puse cara de jugadora de
póker y las lúcidas hermanas abandonaron el intento de una confidencia. Adolfo
nos sorprendió en medio de una charla.
(para envío gratuito del final, correo a cardel.ret@gmail.com)
FIN
hola me gusto el final de tu novela y quisiera que me envies los finales de las demas novelas te lo agradeceria un monton
ResponderEliminarGracias, Gail. Te los enviaré a medida que vayas leyendo y me lo solicites. Un abrazo.
ResponderEliminarhola ya lei este pero quiero el final pleaseeeeeeee se que debes estar ocupada pero lo estare esperando pronto
ResponderEliminarHola, Gail. Ya te lo estoy mandando. Un abrazo.
EliminarHola Gail me gusto mucho esta novela pero, puedes enviarme el final.
ResponderEliminarHola, anónimo. Con mucho gusto si me dices desde donde me escribes al correo cardel.ret@gmail.com
EliminarSaludos
me encanto mucho esta novela excelente
ResponderEliminarQuerida Fatima, me hace feliz que te haya gustado y agradezco enormemente tu comentario. Un gran abrazo a la distancia.
Eliminarpor favor mandame el final please...
ResponderEliminarHola, Chico. Con todo gusto si me dejas tu mail o escribes al mío. Saludos.
EliminarQUIERO EL FINAL PLISSS!! cintu_tachis@hotmail.com
ResponderEliminarYa te lo envío, Cintia. Saludos.
EliminarMANDAME EL FINAL CHABELS@HOTMAIL.COM MUCHAS GRACIAS
ResponderEliminarA tus órdenes, amiga. Saludos.
Eliminarhola carmen pidiendo el final margaritaespejo@outlook.com muchas gracias
ResponderEliminarHola, Margarita, ya lo estoy enviando. Abrazo.
EliminarEsperando que me puedas mandar el final gracias sueliga@yahoo.com.mx
ResponderEliminarGracias por la visita. Ya te lo envié. Saludos.
EliminarYo quiero el final
ResponderEliminarHola, Francis, gracias por la visita y el comentario. Debes enviarme la dirección de tu correo para que pueda mandarte el final.
ResponderEliminarhola carmen ,excelente novela como todas me pudedes mandar el final por favor
ResponderEliminarreynulix@hotmail.com
gracias
holaa! carmen, me encanto esta novela, me puedes mandar el final por favor willenyskrodriguez455@gmail.com
ResponderEliminar¡Hola! Gracias por el comentario. Ya te lo mando. Abrazo.
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